De vez en cuando conviene recordar lo obvio. Puede que las aceleraciones contemporáneas nos hayan llevado por derroteros en los que olvidamos que las claves están donde deben, aunque no siempre se manifiesten, o, cuando lo hacen, no las advirtamos, que de todo sucede. Este universo de titulares, de resúmenes, de conversaciones en base a lo que otros han escuchado, de superficialidades, de tonos lúgubres y, a menudo, tibios, no nos conduce a esa salvación que todos perseguimos en esa búsqueda de una meta que llamamos felicidad. Lo bueno es que todo puede cambiar, esto es, mejorar.
Una de las bases de la democracia es, precisamente, la igualdad de oportunidades de y para sus ciudadanos, además de defender mecanismos correctores para que las minorías tengan voces y presencias con el objetivo de transformar y/o de nutrir en positivo el sistema vigente en cada momento. Hay pesos y contrapesos para una evolución, que, si no es constante, sí se produce en el transcurrir histórico, o, al menos, esto es lo que prefiero pensar.
La base, el pilar, de un Estado Constitucional cuya soberanía reside en el pueblo (debemos resaltarlo) es, precisamente, la ciudadanía, el ser humano, como medida y referente de todo, recordando la frase de Aristóteles. Conviene subrayar que las Administraciones, que todo su aparato e instrumental central o territorial, según se trate, se articulan para satisfacer las necesidades de los hombres y mujeres que componen la sociedad, cuya jovialidad se persigue como destino principal. Hemos de rememorar que el desarrollo comunitario se pretende para hallar y sostener la dicha. Es sencillo, pero en multitud de oportunidades se nos olvida.
El mundo está cambiando. Sus reglas evolucionan, y los comportamientos y las percepciones, también. En ese giro enorme que todos estamos dando hay esencias que permanecen, que han de proseguir como ejes de un futuro que, únicamente con ciertos cimientos, posee un loable sentido. Las mutaciones en las que estamos inmersos se sustentan en valores como la solidaridad, la igualdad de derechos y obligaciones, las actitudes bondadosas, las intenciones generosas, las opciones colectivas, el bienestar común… No hemos de perder la pista todo ello, si en el balance nos queremos destacar que ha merecido la pena. La frase medieval de que el fin justifica los medios no suele ser acertada.
Conciliar
Responsablemente hemos de conciliar, y hasta consensuar recurrentemente entre todos, que la referencia máxima es el ser humano, en ese planteamiento democrático de progreso que ha de resplandecer. Y el eje es, ha de ser, cada uno, en su individualidad y en el marco global, siempre oteando su perfil único e irrepetible. De esta guisa podremos “empatizar” ante los excesivos casos de carencias, de paro, de pérdidas de viviendas y de intentos de romper la dignidad de la Democracia, que, incluso en sus imperfecciones, es una piedra angular.
Hay que corregir mucho. Lo fundamental es que nos tenemos. Esto, en sí, es ya una fortaleza potente para caminar con soltura y para reconstruir y reinventar la existencia, que debe tener la frescura de la renovación, de la incorporación de otros pensamientos, de los hechos, de aquellas actitudes que no frenen a los más jóvenes, a los más preparados, a las más óptimas personas. Defendamos, por lo tanto, la bondad y el amor por encima de todo, y hagámoslo con verdades y realidades. Los eventos factibles son genuino cariño. No fructificará una herencia más rica que la generosidad respecto de quienes nos siguen generacionalmente.
Es ésta una era de tránsitos. Miremos con la inocencia y la predisposición de quienes creen en que somos más que números. Somos el presente y el futuro. Nada, sobre todo si es pernicioso, es inamovible. Juntos logramos lo mejor. El eje crucial de la Democracia es el ciudadano. Estoy convencido de que nadie lo duda.