Osemma llegó a la Sierra de Perijá y comenzó a preparar su conuco. Desmalezó el terreno, abrió los surcos, sacudió su larga cabellera de la que se desprendieron granos de maíz y semillas de café. Dejó que los luceros llovieran sobre su cuerpo y al amanecer restañó sus brazos regando la siembra con ese rocío.
Los yukpas pasaban a su lado y se reían. Osemma quería explicarles que la gestación de todo ser, sentimiento e idea ocurre en lo profundo y en silencio. Su lengua no lograba pronunciar las palabras adecuadas. Una ardilla sonreída cruzó saltando el conuco, llegó hasta los yukpas y tradujo lo expresado por él.
Pasó el tiempo. Brotes de maíz y café maravillaron a los yukpas. Se quedaron con Osemma aprendiendo los secretos de la agricultura y relegaron la cacería para un solo día a la semana. Poco a poco cobraron habilidad y gracias a la fecundidad perpetua de la tierra ya no tuvieron hambre.
Mireya cada día le pedía la hiciera su mujer pero Osemma le replicaba que ese amor no era su destino.
-¿Cómo voy a saber cuándo el amor me toca? -Lo sabrás. Dijo Osemma despidiéndose. Se empequeñeció hasta convertirse en un ratón que escurrió su cuerpo por una grieta de la montaña. Al desaparecer ocurrió el primer terremoto conocido en el mundo. Los ojos de Mireya buscaron asidero. Una mirada masculina le brindó soporte. Un temblor telúrico sacudió sus entrañas. Supo así que se había enamorado.
Osemma avisa cuando la tierra busca un nuevo equilibrio o el alma se cruza con quien tendrá buena compañía. No se puede ignorar la sacudida que provoca: ni la naturaleza ni el amor perdonan un desaire. Si no se atiende su llamado, la corteza terrestre se quebrará causando una tragedia. Un amor despreciado buscará refugio en otro latido dejando un gusto a tristeza en el corazón.