Delante de las banderas de humo que ocultan a los poetas presos, surgen banderas blancas, banderas que piden perdón, que claman por una segunda oportunidad. La nostalgia de la infancia feliz nos ampara durante segundos, y en esos segundos se disparan los recuerdos, esos recuerdos de un mundo que no volverá, que no volverá a ser lo que fue, lo que fue para mí, cuando era niño. La inocencia, su pérdida, decía un escrito, no la paga nadie.
El humo lo oculta todo, incluso a las tropas que disparan, y así somos más esclavos en la locura de esta sociedad llamada evolucionada. Hemos fallado. El verso se rebela, nos empapa, y entramos en misterio, como diría José Hierro. Andamos despistados. Perdonen, nos decimos, por un aprendizaje malo y tardío.
Nos imbuyen de un ardor guerrero que deja las tripas en cualquier fosa común. Espanta lo que vemos, y morimos un poco, en cinco minutos, sin poder soportar la visión. Nos libramos como podemos. Reclamamos la Paz de una manera angustiosa y tajante, pero el desasosiego, sin maneras, sin figura, sin talante, prosigue sus pasos. Es sorprendentemente trágico. Invocamos a los Dioses cuando está a nuestro alcance cambiar, y todos nos equivocamos.
Hay treinta guerras vivas, en marcha, con un dinamismo atroz. La miseria del Ser Humano da cada jornada un nuevo acuse de recibo, una nueva vuelta de tuerca. Amemos al prójimo, al próximo, al vecino, por encima de todas las cosas. La persona es la mayor experiencia, el mejor alucinógeno, la droga perfecta, la aventura sin límites, la sensación más increíble… Frente a ello, como contrincante envenenado, tenemos la “tozudez». Ocultamos, como colectivo, la conciencia y disparamos a matar, y matamos, lamentablemente. El no hacer nada, o no realizar lo suficiente, también genera pesimismo.
El Derecho de los Pueblos cae entre invocaciones a espíritus de todo tipo. No puede ser. Mientras unos pocos demuestran quién manda aquí, miles, quizá millones de refugiados, comienzan una vida aún más incierta. No adivinamos el horizonte ni consolidamos ninguna estructura salvadora. El «factor injusto» nos deja maniatados, y perdemos la ventaja con mucha impaciencia.
Euforia y drama
Crece, entretanto, la euforia en los mercados financieros, y las calles se llenan de velas y de peticiones de un alto a las guerras. No hay coherencia, sino más bien dramatismo. Somos cómplices de un destino universal sin futuro, y ojalá el Gran Dios esté de parte de todos, de todas las partes. De lo contrario, no habrá final. Hemos perdido la tranquilidad, y ya parece que hay menos motivos para celebrar la llegada del invierno, así como de sus positivas connotaciones, que las posee.
Los Cristos crucificados tienen más razón para el sufrimiento, y las grandes y hermosas Vírgenes de la Angustia, de la Amargura, del Consuelo, de los Dolores padecen con más motivos, los que les estamos dando con ese concepto no olvidado de la Guerra. En Navidades conviene recordar que hay conflictos bélicos en el mundo, con miles de víctimas. Para ellos también debería llegar el espíritu de estas fechas.
Más que eso: debería inundarnos ese sentimiento todo el año. ¿Verdad?