Estamos en una época de suma crisis, de mucho desconcierto, de inseguridades, de dolor, de pérdidas de valores y de recursos (unos y otros en cantidades ingentes), de falta de atenciones, de búsqueda de esencias en un período de mudanza que nos conduce a una absoluta transformación.
Es así, y duele que a veces tengamos que reconocer que nos superan las circunstancias. Es normal cuando se ponen en cuestión las bases, y nada crucial permanece como antes.
Dar al que no tiene, a quien posee menos que nosotros, a quien no consigue lo mínimo para vivir con dignidad, es una máxima que aparece en todas las religiones que se puedan calificar como tales en el mundo. Los últimos son el sostén de un ideario que trata de buscar, junto con la caridad en primera instancia, la justicia en el deambular cotidiano. En el frontispicio del comportamiento humano ha de palparse la generosidad. Sin ella no somos nada de valor. No es un tópico.
Las riquezas son relativas. No lo olvidemos. Por mucho que tengamos, si no somos capaces de dar a los demás, como se dice en “Las sandalias del pescador”, de nada nos sirve. Hemos de implicarnos por cuantos constituyen esa parte de la sociedad que, por muchas circunstancias, tiende a vivir en una marginalidad creciente por y en un sistema que no siempre se corrige por sí mismo, aunque nos insistan en ello.
Procuremos, por ende, ciertas valentías y renunciemos a inercias de soledad y de prevenciones sin futuro. La vida supone cambios, mudanzas con los demás, persecución de mejorías compartidas. Todo lo que no sea solidario y societario está condenado a perderse irremisiblemente.
Por ello, el consejo es que comprobemos las amistades, fomentemos sus presencias, sus gozos, sus fortunas, sus enseñanzas, y, paralelamente, hagamos caso al corazón con la mirada puesta en el porvenir de todos, eso sí, sin renunciar ni menoscabar los derechos de las minorías.
Cuando vemos hoy en día a compañeros que pierden sus trabajos, a sectores completos que agonizan, cuando nos enfrentamos a una inseguridad y a un miedo que nos hacen ser más débiles aún, cuando nos faltan las agallas suficientes para pensar en el medio o largo plazo, e incluso el corto recorrido nos rompe en mil pedazos, cuando todo esto es así, hemos de cambiar las reglas para preservar lo mejor de cuanto hemos conseguido a lo largo de la historia.
Sin miedo
Fundamentalmente, hemos de pretender que no nos fallen esos aspectos básicos de amistad, de amor, de entrega, de renuncia por los otros, que hacen que las sociedades tengan suficiencia y futuro. Un entorno que vive de medias verdades, de dejar atrás a los más desfavorecidos, de enrocarse en lo inmediato y urgente en vez de en lo importante para el colectivo, está condenado a un fracaso de difícil arreglo, pues la zozobra es, en sí, un gran problema, el problema. Como subrayaba Franklin Delano Roosevelt, a lo que más hay que temer es a sufrir el propio miedo. No dejemos que éste, con asomos de desilusión, se mueva a sus anchas. Aceptar el fracaso o la pérdida de antemano nunca es la solución. Jamás lo es.
No hay nada que rentabilicemos más que la confianza, que la fe en lo que otros nos pueden aportar, y en lo que nosotros podemos realizar por los demás. Miremos, analicemos y comprobemos que es de esta guisa. Por eso nos alegramos tanto de los premios, galardones y reconocimientos que cosechan ONG y organizaciones de calado altruista, porque en ellos nos vemos, o nos queremos ver, todos. Reflejan lo mejor del ser humano. Las tareas cotidianas han de transcurrir por ahí, si queremos legar algo de sensatez y de valor a nuestros hijos.