Observaba al nuevo vecino que estaba sin moverse desde hacía buen rato como si fuese una figura resecada por el tiempo, ojos hundidos, nariz aguileña, rostro curtido que resalta de su blanca camisa, sin corbata, al uso de los mayores, no de ciudad. No se atreve a molestarle por un inexplicable respeto.
Días antes, un sábado, le vio en un bar próximo sorbiendo una taza de café humeante con un cigarrillo en la mano, el hijo que le ve, le dice “se lo ha prohibido el médico”, ¡qué más da!, contesta, tienes que vivir padre, ¿más aun y así?, se cortó el diálogo.
Días después sigue igual, callado, la mirada perdida, pierde la timidez y levantándose lentamente sin apartar la vista de su nuevo vecino se dirige a él, cuando está a su altura le saludó, este le respondió sorprendido pero a su vez cree que agradecido, por su media sonrisa, seguramente el ensimismamiento le cortaba entablar conversación.
Conversación que inició de la forma más natural, no quiso comentarle que le había visto en el bar días antes. Comienza narrando su vida desde cuando empezó muy joven a trabajar y llevar dinero a casa, los domingos de camisa limpia, sacada de la casa de empeño por la penuria y escasez de la época, la autarquía, el aislamiento exterior…, habla del baile de los domingo, porque se trabajaba los sábados, de los amigos, los vinos; el nuevo narra vicisitudes parecidas en su pueblo, con la diferencia que debía ir de una población a otra andando, porque en la capital existe de todo a diferencia del pueblo donde vivía antes de venir a la ciudad. Así empiezan a conocerse, es la hora de cenar, se separan y no vuelven a verse hasta el día siguiente.
Han desayunado y se sientan en la terraza, cercanos, ahora es el nuevo quien comienza como si continuara con la conversación del día anterior al decir: este chico siempre con prisa, siempre disculpándose las pocas veces que viene a verme, esta es la segunda residencia donde me trae, dice que en la anterior se quejaron de mí porque no quería la medicación, mentira ¡exclamó!, subiendo el tono, continuando “ahora estoy más lejos de ellos, sobre todo de mi nieto, el único que me daba alegría”. No se lo quiero comentar a mi hijo porque se me notaría la congoja, dice, este retiro me amarga; ya no me necesitan, pero yo sí y me han aparcado a perpetuidad, les estorbaba en casa, mi casa, la excusa eran las vacaciones, la playa no me gusta, pero iba; me dejaron en una residencia hace escasamente un año diciendo que estaría muy bien atendido sin tanto agobio y calor como en la playa, de repente calló, así estuvo un buen rato mientras le observaba.
Para llamar su atención y que no se encerrase en su mundo, inició la conversación narrando de nuevo su vida y su inicio en la residencia, bien distinta en cuanto a la familia pero igual de trágica, viudo, sin hijos, solo sobrinos de los que estaba muy separado, sin hermanos, solo una cuñada en otra ciudad; cuando se valía perfectamente tomó la decisión por una residencia para pasar el resto del tiempo que le quedaba, un piso a cuenta de esta estancia, trato conveniente explicó, atención amable, buena comida, cierta libertad, siguió contando, y tras una pausa continuó con: he visto a varios, mejor dicho no los he visto en el desayuno, lógico, con 81 años que tengo y seis aquí es normal, “cualquier día tampoco bajaré yo”, dijo resignadamente, y calló también.
Dos vidas separadas de sus familias y llevados a un entorno distinto, hasta el ocaso, puede que surja una cierta amistad entre algunos, lo más normal es verlos callados, pensantes, unos junto a otros sin hablar, casi petrificados.
Muchas mañanas veo a los ancianos cerca de donde vivo por la existencia de varias residencias para mayores, me entristece verlos, ¿cuantas historias encerrarán?, los saludo, solo uno al cabo del tiempo me contestó con un ¡buen día!, me alegré y desde entonces siempre que paso lo hago esperando la contestación de otro, porque aquel, ya no está.