La verdadera historia de la diva que desafinaba
Sin ningún motivo aparente –ni aniversarios “redondos”, ni la aparición de alguna biografía o tesis de actualidad- dos realizadores se han interesado, con muy poco tiempo de diferencia y a ambos lados del océano, por una misma historia, realmente muy especial: la de la señora Florence Foster Jenkins, millonaria y mecenas de profesión y cantante lírica por hobby, quien entre la última mitad del siglo XIX y la primera del XX (nació en 1868 y murió en 1944) entretuvo a la buena sociedad neoyorquina de su tiempo con alambicadas veladas musicales, teatrales (cuadros vivientes, una especialidad escénica heredada de los gabinetes parisinos) y desgraciados conciertos en los que lo más comentado eran sus “desafinados”: Florence cantaba como “un millón de cerdos”, según un crítico musical estadounidense de la época.
Florence Foster Jenkins,, póster de la películaUna historia dramática, patética por momentos e incluso divertida a ratos, que hace un año el realizador Xavier Giannoli trasladó a París y filmó con el título de “Madame Marguerite” (brillantemente interpretada por Catherine Frot), y ahora el británico Stephen Frears (Mi hermosa lavandería, Las amistades peligrosas, Filomena, The Queen) estrena en España, tras presentarla en la sección Perlas del Festival de San Sebastián, titulada con el nombre completo de su protagonista, a quien interpreta la actriz estadounidense Meryl Streep (Manhattan, Los puentes de Madison, Memorias de Africa, El diablo viste de Prada)
Florence Foster Jenkins jamás renunció a su sueño de convertirse en una diva de la ópera, convencida de cantar muy bien y animada por un entorno que se divertía asistiendo a las sesiones que organizaba en las asociaciones culturales que presidía; risas que Florence interpretaba como aplausos (de vez en cuando, el inolvidable comentarista radiofónico que fue Fernando Argenta, en el programa “Clásicos populares” que compartió durante muchos años con Beatriz Pecker, hacía escuchar una grabación de la señora Foster Jenkins para delicia de sus oyentes, el público más fiel que ha existido nunca).
El marido (la boda fue una pantomima, Florence tenía sífilis adquirida en un primer matimonio) y empresario, St Clair Bayfield (Hugh Grant, Cuatro bodas y un funeral, Notting Hill, Bridget Jones), era un aristocrático y fracasado actor inglés, que entendía perfectamente el sueño de su protectora y, como nadie la contrataba, aprovechaba sus veladas musicales para introducir en ellas exagerados monólogos shakesperianos. Nunca quiso que ella supiera la verdad, siempre estuvo a su lado, distribuyendo los dólares que le daba la rica heredera entre el profesor de canto, el pianista que acompañaba sus ensayos (un excelente Simon Helberg, el divertido y “salido” Howard Holowitz de la espléndida serie The Big Band Theory) y el “escogido público” que asistía a las representaciones.
Como de costumbre, el realizador Stephen Frears es minucioso en la reconstrucción de la época, los decorados y la ropa, sin ignorar el aspecto más kitsch de los espectáculos interpretados por la millonaria neoyorquina, e imprime ese humor tan británico que recorre toda su obra a una historia que se presta. Especialmente al último de los recitales, el canto del cisne que Florence ofreció en un Carnegie Hall alquilado nada menos que a Toscanini, atestado de un público bastante hortera y nada entendido, junto a algunos críticos musicales comprados de antemano.
Todo el peso dramático de la película recae en la interpretación de una brillante Meryl Streep, como la diva que realmente es pero menos histriónica que en sus últimos papeles, contenida, calva, gorda, envejecida, y un estimable Hugh Grant, seguramente en uno de sus mejores momentos estelares, emotivo y cómico en el rol del más tierno de los maridos (aunque lleve una doble vida y tenga una amante; lo que confirma mi teoría de que en las relaciones humanas lo importante no es la fidelidad sino la lealtad. St Clair fue el más leal de los maridos durante 36 años).