Hasta hace algunos años existía en París, creo que por Menilmontant, un sitio llamado “La Balalaika”. Era una especie de “Peña de los Parra” rusa donde cada noche si tenías algo de suerte podías encontrarte con actores famosos como Trintignant, bailarines del Bolshoi, cantantes como Moustaki o Mireille Mathieu o músicos como Manitas de Plata. Y si además estabas de buen talante y tenías la desfachatez suficiente, podías cantar y hasta contar algún que otro chiste étnico de belgas o polacos.
Lo singular del sitio era la calidad de los músicos que actuaban allí. Los dedos volaban sobre las balalaikas y el acordeón omnipresente marcaba los tonos nostálgicos y casi religiosos de la patria lejana, la madrecita Rusia siempre tan fría y querida, mientras el tártaro vozarrón imponente de Sergei evocaba una y otra vez al lado de la blonda Irina, la de la pandereta y voz dulce de Jharkov, el dolor de los amores no correspondidos y las estepas sin fin, el Volga oscuro y bronco y los pinos de las orillas del Baikal.
Con ellos solía tocar Pierre Alain “El Pulga”, un bretón de aspecto intimidante y con alma de cosaco, de dos metros largos de estatura y el mejor y más vertiginoso balalaikista que haya oído jamás.
A veces me acercaba por allá con mi hija Leyla, la mayor de las Formoso, a quien en ese entonces (mediados de los ochenta) le encantaban el profiterol, los álbumes de Asterix y las canciones rusas (la herencia genética de su línea materna obviamente), los chicos del grupo la invitaban y ella se lanzaba a cantar Kalinka como si tal cosa.
Después me hacían una desmesurada introducción a mí, el famosísimo artista invitado exótico de la noche que venía en exclusividad de un país llamado Venezuela por allá de algún cálido lugar del Caribe Sur, y que comenzaba cantando polos margariteños con una especie de graciosa guitarra chiquita de cuatro cuerdas y terminaba por lo regular, con una Ovation metálica la Milonga del solitario de Yupanqui.
Al final todos terminábamos comiendo blinis y borsch, la contundente sopa de remolacha y tocino, y tomando Stolichnaya a discreción.
A finales del año antepasado, en ruta a Holanda, hice una parada allí y me entristeció no encontrar “La Balalaika”. El tiempo es, sin duda, un asesino frío y despiadado. Pese a todo, siempre nos quedará París, como le dijo en Casablanca y en glorioso blanco y negro Bogart a Bergman, y París, además de una misa, bien vale una canción.
Xulio Formoso