“Carmena, ¡haz algo!” Se leía en uno de los papelitos -casi todos en forma de corazón- que muchos madrileños habían ido pegando en los cristales de las ventanas. Eran los días finales de julio de 2015 y el Café Comercial había cerrado de repente. La alcaldesa de Madrid -todo el mundo lo sabe- hace milagros. Santa Carmena de la izquierda castiza (o sea, el demonio para la derechona) no pudo entonces caminar sobre las aguas del problema. El cierre del Comercial, que fue inaugurado en 1885, parecía un grave aviso de que la crisis llegaría todavía más lejos.
© Paco AudijeRecién aterrizado en Barajas (ese día venía del Café Le Jaurès, en lo que entonces era mi barrio parisino), la noticia del colapso del Comercial me pareció lo suficientemente seria como para ir rápido hacia allí. Quizá aún se podía hacer algo, no sé, una barricada contra los banqueros (culpables siempre). Al llegar, un grupo numeroso protestaba a la puerta. Gritaban y pedían explicaciones. Pegaban en las ventanas sus papelitos como pancartas en miniatura: “¿Cuántas vidas se escondían en sus páginas? ¿Cuántos momentos en sus paredes? No lo dejemos escapar”, decía uno. “La magia no se puede encerrar. Por la vida del Comercial que late en todos nosotros” (un lírico). Otros era más precisos en su pesar sobrevenido: “Pena, mucha pena. Era el verdadero kilómetro 0”.
Europa se hizo en los cafés y muchos hemos hecho varias maestrías y diplomaturas en El Comercial. Allí aprendí todo lo que sé sobre Oriente Medio -hacia mediados y finales de los años 70 del siglo XX- con algunos de los pocos persas, árabes y kurdos que –entonces- estudiaban en la Universidad Complutense (la mayoría medicina o periodismo). Quedé un día para corregir clandestinamente la ortografía de una pancarta, antes de que ellos fueran a ocupar una de sus embajadas. Después de esa acción militante, todos volvimos al Café Comercial para rematar la jornada.
Me detenía allí cuando venía de mi trabajo y antes de ir hacia la facultad (horario nocturno). En la transición, a veces, escribía en sus mesas mis artículos para la revista ‘Saida’, que falleció joven y que tenía su redacción en la plaza de Chamberí. Asistí a debates múltiples en aquel Café Comercial. Viví la época en que era un ámbito odiado por los Guerrilleros de Cristo Rey, que rompieron varias veces sus cristales.
En los últimos años, antes del cierre, he ido con relativa frecuencia para participar en las discusiones y conferencias de unos locos europeístas (entre los que me encuentro), reunidos bajo la bandera de la asociación Europa en Suma. Y en El Café Comercial, inducido por el sabio Díaz Arias, escribí sobre la continuidad de mi lucha contra Facebook y mi rendición ante Twitter.
De modo que tras la reapertura, he entrado en el Comercial con una mezcla de interés, fervor y desconfianza. También porque no me fío de los nuevos modos de la hostelería madrileña, antiguamente venerable. Lo que llaman “hostelería del siglo XXI” tiene mucho que aprender del espíritu de los viejos cafés, de múltiples bares supuestamente decrépitos y de las tabernas prehistóricas que no se han renovado.
Se han multiplicado determinados defectos de la hostelería nórdica. Aquí han copiado lo peor: los recortes sociales y la mala conciencia (de raíz calvinista) por beber vino o cerveza. Al entrar en los garitos, nos recitan -con aire de memos- esos protocolos descerebrados de una cierta burocracia propia del Ártico. Aumentan esas rigideces para forzar nuestro despliegue en la barra o a la hora de sentarnos en una mesa. Son protocolos estúpidos que se han implantado hasta cuando deseamos pedir o pagar la cuenta. Ves el sitio vacío y te bloquean el paso; ponen muretes de plástico, púlpitos de poliuretano, mesas y oficinillas por delante. Y perros guardianes que te miran con ojos de sargento airado: “¿Tienen reserva?”, es su frase-puñalada.
En la mayoría de los bares, cafés y tabernas del pasado, si había una mesa reservada, se señalaba. Ya está. El patrón se asomaba rápido para no perder un solo cliente y gritaba por encima de la barahúnda: “¡Al fondo hay sitio!” Punto. Si no era así, el cliente decidía donde se sentaba. Nadie te impedía ver si estaban allí tus amigos o –simplemente- si querías oler antes el lugar como un perro en busca de huesos sabrosos.
En El (nuevo) Comercial han puesto uno de esos púlpitos con una chica rubia y amable, pero no sabemos todavía si está allí sólo para sonreírnos o para impedir que nos acerquemos a nuestro hueso favorito. El lugar está limpio, sí. Las patas de las mesas son distintas; pero esas mesas parecen del mismo mármol. Y en las ventanas, como en las tabernas de los países de cultura luterana, han puesto unas cortinillas que impiden ver la calle. Hay como una luz un poco más tibia y dudosa. En general, eso lo hacen en el norte de Europa para que no le vean a uno: su cultura del alcohol es potente, pero no vivieron la Contrarreforma y se sienten siempre culpables por beber.
A mí, aunque sea un estudioso de Lutero, eso me revienta. No sé por qué me tengo que avergonzar de nada. Si tomo café o vino o güisqui, es asunto mío. En la sociedad tradicional de Madrid, Cáceres o de Bilbao, ir al bar es lo normal. Lo raro es lo contrario. Desconfío de quien rechaza siempre quedar conmigo en los bares y cafés.
Por lo demás, los camareros del (renovado) Café Comercial son más jóvenes, están algo despistados y a ratos son lentos (porque no son muchos quizá). Son sociables y educados, eso sí. Necesitan ganar algo de la vieja prestancia (ah, aquellos que reservaron la mesa para el alcalde Tierno Galván cuando ya sabían que acabábamos de enterrarlo).
Veo clientes sobrevenidos por el anuncio de la reapertura, familias con niños, turistas y guiris de paso. También una multitud que quiere recuperar lo que le pertenece. Anoté frases: “¡Qué cursis son esas lámparas!”; “Eso de las cortinillas, ¿a santo de qué?”.
No sé quién acepta el llamado “glamour castizo”. Intercambiamos conversaciones con clientes venidos del capítulo anterior. Una señora de 82 años -del barrio de siempre- entra sola y le pregunta a la rubia si le dejarán a ella y a sus amigas sentarse a tomar café con churros y charlar como antes. Está ágil mentalmente y desconfía de varios detalles: pide la lista de precios para cerciorarse.
En fin, recuerdo que al día siguiente del cierre repentino, Conrado Granado, escribió su propia historia con relación al Café Comercial. Incluía el vídeo de un cortometraje que había rodado allí. No está mal echar un vistazo a algunos de los planos iniciales de ese breve documental, antes de ir a tomar posesión de nuevo.
Aunque ahora se oriente más hacia la restauración, quizá en El Café Comercial puede aún recuperar de nuevo su alma y no venderla a los demonios más imbéciles de nuestro tiempo.
Podremos decir como Larra: “Y volviendo a mi café, levantéme cansado de haber reunido tantos materiales para mi libreta; pero quise echar un vistazo, antes de marcharme por varias mesas…”
Siempre constaté que el Café Comercial era también un lugar de escritores sin libro y poetas sin musa, pero la media de pelmazos era menor que en otros más pretenciosos de la misma ciudad de Madrid. Esperemos que los cursis y pelmazos del siglo XXI no lo ocupen antes del pleno regreso de su espíritu más sabio y democrático.