Algunos países de América del Sur afectados por el acaparamiento de tierras comienzan a tomar medidas para contrarrestar el fenómeno, informa Julio Godoy (IPS)
El «land grabbing» (en inglés), o acaparamiento de tierras, se hace sentir desde 2007 con inversiones millonarias en compra o arrendamiento de grandes extensiones cultivables en África, América Latina y Asia, en el que convergen corporaciones transnacionales, elites nacionales y fondos de inversión controlados por países como China, Kuwait, Qatar y otros.
América Latina y el Caribe no es ajena a la tendencia, con Argentina y Brasil a la cabeza. Una serie de estudios y análisis realizados en 2011 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en 17 de países de la región, halló distintos grados del fenómeno en México, Chile, Colombia, Nicaragua, República Dominicana y Uruguay.
El acaparamiento va de la mano con la expansión de cultivos que son insumos en la tríada agropecuaria alimento-forraje-combustible, a menudo orientada a la exportación.
Saturnino Borras, autor de uno de esos estudios, explica a TerraViva que «la convergencia de crisis alimentaria, energética, financiera y climática es el factor más importante de la actual fiebre global de tierras».
Además, «otro aspecto es la fusión de los sectores de alimentos y energía, que se aprecia de varias formas, como la aparición de cosechas que pueden utilizarse indistintamente como alimento, como forraje o como biocombustible: caña de azúcar, maíz, soja o palma aceitera», dice Borras, profesor asociado de desarrollo rural, ambiente y población de la Universidad Erasmo de Rotterdam.
Aunque no siempre el acaparamiento implica extranjerización en América Latina, los gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay han aprobado o anunciado leyes para evitar inversiones extranjeras masivas en este rubro.
En diciembre de 2011, Argentina promulgó la ley 26.737, según la cual, «los extranjeros en su conjunto no pueden poseer más de 15 por ciento de la tierra agrícola nacional», dice a TerraViva el representante permanente de ese país ante la FAO, Gustavo Infante en los pasillos de la 38a conferencia que se está celebrando en Roma.
De ese 15 por ciento, las empresas y los inversionistas institucionales del exterior no pueden adquirir tierras que juntas sumen más de 30 por ciento. Y cada compañía e inversor individual no puede poseer más de 1.000 hectáreas.
«Con base en esta ley, estamos modernizando los registros de propiedad de las provincias de la república federal, homologándolos para hacer un registro nacional», agrega Infante.
Uruguay anunció el 13 de mayo que prepara una legislación para impedir la compra de tierras por parte de estados extranjeros, indicó el secretario de la Presidencia, Homero Guerrero.
Pero no está claro que sean los estados extranjeros los que estén adquiriendo tierras a gran escala en Uruguay. Según datos oficiales de junio, en los últimos 12 años, se formalizaron 31.000 operaciones de compra y venta de siete millones de hectáreas, casi 43 por ciento de la superficie del país. El valor de la hectárea se multiplicó por nueve en el mismo período.
Brasil también ha puesto la mira en las adquisiciones extranjeras. Y mediante la reinterpretación de una ley de 1971, prohibió en 2010 que empresas extranjeras, incluso actuando con subsidiarias locales, adquieran más de 50 módulos de tierras, entre 250 y 5.000 hectáreas, según la región.
Y en 2011 prohibió que inversionistas extranjeros adquieran o se fusionen con empresas locales que posean tierras cultivables.
Pero la organización no gubernamental Grain, que promueve el uso sostenible de la biodiversidad agrícola, señala que tales legislaciones son insuficientes.
Las restricciones dejan abiertos muchos flancos, como el acaparamiento indirecto, o ignoran realidades habituales en la región, como el peso que siguen teniendo en las grandes propiedades las elites económicas locales.
«Limitar la inversión directa en tierras no es algo malo», apunta Grain en un informe de febrero. «Pero sería preferible un enfoque más integral: Que se replantearan las nuevas políticas de tierras como parte de una más amplia reorganización de las estrategias de desarrollo agrícola y rural».
Así las nuevas leyes representan «soluciones superficiales, cargadas de ambigüedades, efectos perversos y debates muy restringidos que mejoran la reputación de los políticos, pero no resuelven ningún problema de las comunidades locales», concluye Grain.