En aquel tiempo, Santiago Carrillo, don Santiago, para los kamaradas de la hoz, el martillo y el bocadillo de chóped del interior, era un veterano comunista que llevaba muchos años exilado en otros países porque el régimen franquista lo consideraba poco menos que un diablo rojo con cuernos y rabo.
Tanto era así, que al igual que a los niños holandeses se le asustaba antiguamente cuando se portaban mal diciéndoles aquello de “Que viene el duque de Alba”, a los niños españoles cuando no querían tomarse la leche en polvo que nos daban se les asustaba en la escuela nacional con la amenaza de “Que llamo a Santiago Carrillo”. Y el niño desganado se tomaba la leche, la posible mosca que le había tocado en suerte y hasta el mismísimo vaso, aunque fuese de duralex.
Pero don Santiago sentía al parecer morriña de su España querida, como le pasaba al cantante Juanito Valderrama, quien dentro de su alma la llevaba metida, y harto de esperar el milagro decidió jugárselo todo a una carta y traspasar la frontera, regresando al país que le había visto nacer y berrear, pues dicen en su pueblo que de pequeño lloraba como un descosido.
El gran problema era pasar la frontera sin llamar la atención, disimulando como un turista más, por lo que los kamaradas franceses, siempre elegantes ellos, le prepararon varios disfraces, a cual más acorde con su personalidad. Finalmente triunfó al parecer uno que le encasquetaron con gorra francesa y peluca postiza, logrando burlar así a la policía de fronteras, que lo confundieron con un vendedor de relojes de Marsella, barato, barato.
Aunque lo cierto es que también hubo otras proposiciones de disfraces, como esta que ofrecemos en rigurosa exclusiva, y que consistía en un gorro con fresones, con el que le confundirían con un artista del Circo del Sol que estaba de fin de semana en Aranjuez. Se desistió finalmente de semejante disfraz porque al parecer daba un poco el cante, y además movía a la befa, mofa y cachondeo.