Jerusalén y el trilema de Israel

Eduard Soler i Lecha[1]

Un trilema es un problema con tres soluciones pero en el que sólo dos de ellas son posibles al mismo tiempo.

Es un concepto que se usa a menudo para referirse a la naturaleza del Estado de Israel. Siguiendo esta lógica los israelíes estarían obligados a escoger una combinación de dos de estos tres elementos:

  • Ser un estado plenamente democrático en el que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos;
  • Ser un Estado donde los judíos sean la columna vertebral del estado –  algo que algunos asocian con la idea de un “Estado judío” y otros con la de un “Estado para los judíos”; y
  • Ejercer soberanía no sólo sobre el Israel internacionalmente reconocido – el de las fronteras de 1967- sino también sobre los territorios palestinos.

Sólo dos de estas tres características pueden darse al mismo tiempo, excluyendo automáticamente a la tercera. Un Israel democrático que incluya a los territorios palestinos implicaría que los judíos acabasen siendo una minoría. Un “Estado judío” que incluya a los territorios palestinos, tendría que sacrificar su carácter democrático. Si ese Estado no quisiera renunciar ni a su judeidad ni a su carácter democrático, entonces tendría que abandonar la idea de seguir ocupando los territorios palestinos. De hecho, este es uno de los argumentos centrales de los que todavía defienden la llamada solución de los “dos Estados”.

El anuncio de Trump de reconocer Jerusalén como capital de Israel – que contradice la idea que el estatus final de esta ciudad debe decidirse como parte integrante de un acuerdo de paz y que da alas a la construcción de nuevos asentamientos – ha vuelto a poner de actualidad este trilema. Estos días es habitual escuchar que el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel entierra la idea de los “dos Estados” y torpedea cualquier intento de resucitar el proceso de paz. Lo que no se dice tanto es que ese escenario también podría comportar el sacrificio del carácter democrático de Israel.

La constatación de que Israel se enfrenta a este trilema no es algo que sólo hayamos detectado analistas y académicos. En Israel las fuerzas políticas y las instituciones del Estado son muy conscientes que la ocupación de los territorios palestinos supone una presión insoportable para sus credenciales democráticas y de cómo esto afecta no sólo a su imagen sino también a sus intereses. De hecho, la decisión en 2005 de retirarse unilateralmente de Gaza, desalojando los asentamientos israelíes en este territorio densamente poblado, puede interpretarse como un intento de rebajar la presión demográfica de la ocupación.

En Israel preocupa la proliferación de iniciativas que llaman al boicot (movimiento BDS) o que sean cada vez más comunes les afirmaciones de que Israel o bien ya es o bien podría convertirse en un sistema de apartheid. A medio y largo plazo, también inquieta la pérdida de hegemonía norteamericana sobre el orden global o que un cambio generacional o demográfico en Estados Unidos pudiera erosionar el apoyo inequívoco que hasta ahora ha recibido de Washington.

Por todo ello, Israel busca formas de superar este trilema. A este empeño también se ha entregado la Casa Blanca y concretamente el yerno y asesor del Presidente Trump, Jared Kushner. Durante los últimos meses la Casa Blanca ha intentado persuadir a sus aliados árabes (Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Egipto y Jordania) de que apoyaran un nuevo acuerdo de paz. Los términos de la propuesta no son públicos pero parece que implicaría el reconocimiento de Israel a cambio de la creación de un Estado Palestino inconexo, sin retorno de los refugiados y renunciando a la idea que Jerusalén pudiera ser una capital compartida. Se asumiría la lógica de la Iniciativa de Paz Árabe pero con unas condiciones completamente devaluadas ya que aquélla tomaba como base para el reconocimiento la retirada a las fronteras del 67, aunque previendo intercambios de territorio por mutuo acuerdo.

El plan que maneja Kushner consiste en crear un Estado palestino con un territorio escaso y compartimentado pero que albergara al grueso de la población palestina. Este diseño contradiría uno de los criterios que hasta ahora han guiado las negociaciones de paz: los estados que surjan del acuerdo han de ser viables. No obstante, para algunos en Israel pero también en Washington esta idea se antoja como la mejor o quizás la única forma de esquivar (que no resolver, porque no puede resolverse) el famoso trilema.

Israel no es el único que tiene que escoger entre varias opciones. Aquí ya no se trata de trilemas sino de dilemas. Los aliados árabes de Estados Unidos, en especial Egipto y Arabia Saudí por su peso específico, tienen que decidir hasta dónde quieren llegar en la voluntad de satisfacer a la Casa Blanca (o incluso a Israel) para conseguir así su apoyo frente a otras amenazas. Los europeos deberán decidir si continúan esperando a que se den condiciones mejores para reactivar el proceso de paz u optan también por decisiones unilaterales como ya hizo Suecia en 2014 reconociendo Palestina como Estado. Los políticos y negociadores palestinos tendrán que decidir si continúan apostando por la idea de los dos Estados, asumiendo que el contenido de esta fórmula acabará pareciéndose más al plan que maneja Kushner que al que preveían los acuerdos de Oslo. La alternativa pasa por cambiar de táctica. ¿Cómo? Finiquitando la Autoridad Nacional Palestina, exigiendo a Israel que asuma todas las responsabilidades como potencia ocupante y preparándose para luchar un combate distinto: el de la plena ciudadanía. Podría ser que ese no fuese el objetivo final pero sí la única medida de presión para volver a poner sobre la mesa la idea de un Estado palestino viable.

El anuncio de reconocer Jerusalén como capital comporta muchos riesgos. No hay duda que habría sido mejor que Trump se lo hubiese ahorrado. Pero aún así tiene una virtud: clarifica lo que está en juego y obliga a todos los actores a posicionarse y reflexionar sobre las decisiones que tarde o temprano deberán tomar.

  1. Eduard Soler i Lecha, investigador sénior y coordinador científico del proyecto MENARA, CIDOB
  2. Publicado inicialmente en CIDOB
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