Ha tenido lugar en España un desafortunado martes y 13. Ese lugar en el mundo en donde la discapacidad aún desgraciadamente no se ha normalizado. En un pueblo llamado Motilla del Palancar, en Cuenca, Juliana entraba con sus hermanas a una reunión de ventas que había convocado una empresa.
Juliana es una mujer con síndrome de Down. Una mujer cálida de un corazón inmenso y llena de vida. Como siempre sucede en estos casos, hay alguien que da la nota. Y fue precisamente una persona que se refirió a ella.
«Me da miedo, decía; esa mujer debe abandonar esta sala porque posiblemente le de miedo a alguien más.»
La mujer era Juliana.
Una infracción grave para la Consejería de Bienestar Social y una justificación injustificable. A fin de cuentas, «la gente tiene miedo a lo desconocido y piensa lo peor de la discapacidad», decía el presidente de la Asociación de Síndrome de Down de Cuenca. Al final es un tira y afloja; personas que en el pueblo aseguran que las tres hermanas buscan lío allá adonde van. Pero, ¿qué hay del hecho en sí?
Hoy la Fiscalía de Cuenca ya ha abierto diligencias por este caso; por la sinrazón humana y pretende esclarecer los hechos para que existan responsabilidades penales si las hubiere. Media Salud expulsó de un acto comercial a una mujer con síndrome de Down, porque podía asustar a la gente.
Pero yo no quiero entrar en ese charco. Hablamos del fondo no del hecho en particular. No estamos hablando del comportamiento de sus hermanas; de si entraron o no al trapo; de si se portaron ellas bien o fue Juliana la que incordiaba. Hablamos de otras cosas que siempre comprometen.
¿Dan miedo los niños con Síndrome de Down? ¿Hablamos con normalidad a una persona que padece Down? ¿Acaso conocemos cómo se comporta un paciente con Down?
No, probablemente no; como tampoco sabemos cómo debemos hablarle a un sordo o guiar a un ciego. Nos da miedo la discapacidad. No Julia; no Pepe; no esa persona que hoy se ha quedado en una silla de ruedas. Porque la discapacidad supone un compromiso y no estamos dispuestos a salir de nuestra gran zona de confort. Esa sala en donde las personas viven con lo puesto y sueñan que el día de mañana será mejor que el de hoy. Y un día sucede.
Un día tienes un hijo con síndrome de Down; acaso nace sin un brazo; quizás no oye o tal vez ve mal. Un día tienes un accidente y pasas a vivir en una silla de ruedas; acaso por una enfermedad te quedas sordo o pasas a no ver nada. Esa es la vida de las personas con discapacidad. Esas que quizá viven en privado el dolor de la pérdida y en esta ocasión, en la de Juliana, viven la intolerancia de la gente; la incomodidad de sentirse distintos; la imbecilidad humana que no ve más alla de sus narices.
Hablamos una vez más de discapacidad. De la intransigencia de la sociedad; de la tristeza que nos lleva a pensar que las personas no comprenden a quien es distinto o a quien tiene nace o tiene una discapacidad; mal llamada aún hoy, minusvalía. Y es para llorar; claro que sí. Es lamentable, terrible y vergonzoso. Es imposible que todavía hoy en la era de la comunicación no existan vias para que las personas sean cada vez más generosas y solidarias con quien tiene un problema. Pero una vez más, la sociedad nos sorprende.
Hablamos de discapacidad. Sí, la que tiene la sociedad para ponerse en los zapatos del projimo. ¡Eso sí que tienes bemoles!
A ti, Juliana. ¡Eres grande aunque no lo sepas! ¿Y sabes una cosa más? todos seremos personas con discapacidad alguna vez, lo que pasa es que tampoco lo sabemos. Te pido disculpas en nombre de los que te hicieron llorar. Ellos, no lo harán nunca, pero tampoco los necesitas para vivir. A los que no se pusieron en tu lugar y evitaron los hechos; ¡ahí queda eso! Arrieros somos.
¡Eres grande!