En Argelia, el enorme movimiento (hirak) de movilización callejera persiste. Cumplirá su primer año el 22 de febrero de 2020. Puede mostrar algunos éxitos parciales: no hubo quinto mandato de Abdelaziz Bouteflika, quien dejó su puesto en abril de 2019; parte del entorno que lo manejó, familiares y clanes civiles, y una parte de la vieja clase política corrupta, están en la cárcel. Han sufrido procesos o condenas por corrupción. Pero todo ello es un fruto parcial, no una victoria general del movimiento democrático.
El sistema (le pouvoir, según el término habitual en francés utilizado allí), no ha caído. Ni ha habido verdadero diálogo hacia la ansiada transición democrática. Tampoco hundimiento del poder militar que sostiene la peculiar construcción (jerarquía militar, burocracia estática y clanes civiles establecidos) que domina Argelia desde la independencia del país en 1962.
Las crisis no han faltado, desde luego, desde los turbulentos primeros años de la presidencia de Ahmed ben Bella (1962-1965), pasando por “la revuelta del pan” (1988) hasta el actual hirak. Sin olvidar, claro, la sangrienta guerra civil contra el terrorismo y la insurgencia islamista (1991-2002). Cicatrices de la memoria colectiva que siguen condicionando el futuro del país.
Según la previsión del difunto (fallecido en diciembre) hombre fuerte del régimen, Ahmed Gaid Salah, el procesamiento o encarcelamiento de dirigentes políticos próximos a Bouteflika, y del hermano que empujaba su silla de ruedas, tendría que haber satisfecho a los manifestantes. Están en prisión dos ex primeros ministros, varios ministros, diversos jefes de la gendarmería y la policía, más de un walid (prefecto, gobernador provincial). También el hermano menor del presidente caído, Ahmed Bouteflika, quien purga una condena de quince años de cárcel.
Asimismo, el 9 de febrero de 2020, un tribunal militar ha confirmado en Blida la pena de quince años contra los generales Mohamed Mediène (llamado Toufik) y Athamane Tartag, quienes controlaron el aparato de los servicios secretos en el pasado. Fueron todopoderosos. Hoy, caídos en desgracia, diversas acusaciones de corrupción y conspiración han acabado con sus huesos en la cárcel, liquidados políticamente. Por otro lado, el viejo general Khaled Nezzar, quien encarnara el poder absoluto en la peor época de choque contra los islamistas, está huido y bajo una orden internacional de detención.
Simultáneamente, el sistema ha llevado adelante un (poco creíble) proceso electoral que ha convertido en presidente a Abdelmadjid Tebboune, elegido el 12 de diciembre de 2019, frente al hirak y a una amplia abstención. A los ojos de los contestatarios, Tebboune es visto -sencillamente- como el último producto de los poderes ocultos de siempre. Y su rama de olivo presidencial tendida hacia el hirak no parece producir efecto visible. Aunque su ministro-portavoz, Amar Belhimer, haya llegado a calificar al movimiento callejero de “bendición” que puede alumbrar “una nueva sociedad civil […] y la refundación de la política argelina”.
Una contestación sin dirigentes claros
Desde la calle, se sigue reclamando la salida de TODOS los que tienen o tuvieron algo que ver con le pouvoir. Miles de argelinos siguen manifestándose sin cesar los martes y los viernes. Y pocos, o nadie, en la calle parecen reconocer a Tebboune como presidente legítimo.
Pero el sentimiento de energía continuada del hirak no excluye una cierta impresión del conjunto de los manifestantes: no tienen líderes evidentes, ni interlocutores claros ante el poder. Ni acuerdo sobre cómo negociar –o incluso si hacerlo- con el sistema. Y desde el exterior, al menos, resulta difícil hacerse una idea precisa de quienes coordinan o pueden liderar el necesario impulso decisivo. No hay una posición consensuada de los diversos componentes de la revuelta pacífica. ¿Hasta cuando puede durar una situación así? Y si degeneraran las cosas, ¿en qué sentido podrían hacerlo? ¿Trabaja el poder en la sombra para prolongar el hirak hasta su fracaso final? Porque podría existir una estrategia del agotamiento.
Ha habido centenares de manifestantes detenidos, aunque la represión haya sido de menor nivel de lo que habría cabido esperar del mismo poder hace décadas. Muchos detenidos han sido liberados. Así que los activistas parecen dudar entre algunos impulsos de radicalización, la impotencia y una cierta esquizofrenia política. Hasta ahora, esa doble acción pendular de movimiento y parálisis no ha beneficiado a los restos del islamismo político que han fracasado en ciertos momentos al tratar de ponerse en cabeza del hirak.
Desde el poder, ya se distingue entre dos hiraks: el de los que observan sus “logros”, como una victoria determinante, y el de quienes no saben si mantener la resistencia pacífica será suficiente. Hay intentos de crear una plataforma unitaria de reivindicaciones; sin embargo, la palabra «pueblo» circula sin que esté claro quién lo representa mejor en las calles. El temor a ser manipulados y la desconfianza anarquizante hacia toda estructura o jerarquía política, generada por la propia historia, forma parte de la conciencia de las nuevas generaciones.
Y eso no facilita conformar una verdadera alternativa al poder. Los partidos políticos legales que han mantenido siempre un cierto discurso contrario a la presidencia y al poder militar tampoco son aceptados porque –en definitiva- se acomodaron al sistema durante décadas. En los debates improvisados, el eslogan “¡Que se vayan todos!” se impone como único programa.
Pero está claro que el hirak tiene que optar colectivamente. Y para ello tiene que elegir -el cómo es otra cuestión- representantes o líderes frente al poder, ante el presidente Tebboune y ante los militares. Tiene que estructurarse de algún modo. Sin embargo, no hay acuerdo sobre el liderazgo, ni sobre la mano que debería acercarse hacia las instituciones y el poder constituido. No hay líderes populares aceptados mayoritariamente, ni tampoco de verdadero peso social.
Por el momento, el método del sistema consiste en mantener en libertad a una parte de esos líderes casi impotentes para dar pasos más allá del círculo de las manifestaciones semanales. Es como si en ese círculo estuvieran dando vueltas circulares sobre sí mismos. Porque no se trata únicamente de regenerar el sistema. Deben convertir la contestación en un cuerpo adulto y no puramente espontáneo, como en sus inicios. Al contrario, el sistema parece haber dado pasos inteligentes para “regenerarse” a sí mismo.
El escritor argelino Kamel Daoud comparaba hace poco el sueño democrático de los argelinos con Funes el Memorioso, aquel personaje de José Luis Borges que tenía una memoria absoluta de todo lo que leía, miraba o estaba a su alcance en cualquier momento de su vida. Una hipermnesia que destruía para él mismo toda posibilidad de acción o de creación auténtica. Así que los argelinos arrastrarían tras de sí todos los dramas terribles sufridos desde el principio de la colonización (1830-1962), sin llegar a ser capaces de salir del laberinto de su historia. Esa especie de obsesión paralizante sigue bloqueando la posibilidad de evolución del hirak. Y lo único constatable es que las manifestaciones continúan, pero sin producir un impacto suficiente para debilitar -de verdad- al sistema.
En el diario Liberté (20 de febrero) se precisa que continúa la oposición repetida a “la elección de representantes del hirak, pese al elenco de personalidades con carisma que han surgido en las marchas populares, como el abogado Mustapha (o Mustafá) Bouchachi, el viejo moudjahid (combatiente) Lakhdar Bouregâa, el líder de la UDS (Unión Democrática y Social), Karim Tabbou, y los activistas Fodil Boumala y Samir Belarbi”.
Las autoridades practican una política de detenciones y liberaciones periódicas sin cometer errores del pasado –una represión total- ni dar pasos auténticos hacia una verdadera oferta de diálogo y un constatable proceso de transición. Por el momento, ni los partidos legales que se dicen partidarios del hirak, ni los no reconocidos legalmente, ni los comités locales o estudiantiles, están confluyendo -de verdad- para ofrecer una salida posible a las demandas de quienes los siguen en la calle. Mientras, Said Salhi, vicepresidente de la Liga Argelina para la Defensa de los Derechos Humanos (LADDH) ha denunciado el silencio oficial (como respuesta) que equivale a negar la autorización administrativa necesaria para reunir estos días en Argel a representantes del hirak procedentes de distintas wilayas (provincias) argelinas.
Tras un año de manifestaciones masivas, el movimiento popular callejero sólo ha obtenido victorias parciales que únicamente han servido para depurar el sistema de poder clánico ya conocido. En medio de la fatiga general de sus –hasta hoy- animosos impulsores, el hirak corre el riesgo de perder poco a poco su impulso si no logra estructurarse de algún modo. Al contrario, el poder recupera un poco el aliento y, además, parece tener una estrategia de desgaste de la contestación callejera. Una estrategia distinta a las memorias del pasado.