Roberto Cataldi[1]
En la antigua Roma, frente a una situación de caos, el Senado (del latín Senectus, o consejo de ancianos) ofrecía el cargo de Dictador a una personalidad relevante, pero solo como excepción. Duraba seis meses, improrrogables, y durante ese tiempo el dictador tenía en sus manos todos los poderes del estado romano.
Llegar a esa situación, repito, significaba estar frente al caos, que habitualmente era originado por una rebelión o la necesidad de terminar con una guerra. Esa «excepcionalidad» tenía por objetivo que la concentración del poder en un hombre facilitase la toma de decisiones, para que éstas fuesen rápidas y eficientes, evitando perder tiempo en debates, votaciones y conversaciones que solían conducir a la inacción.
Hoy también muchos gobiernos surgidos de las urnas, cuando no tienen asegurada la mayoría parlamentaria, procuran eludir el trámite aduciendo estas dificultades, que son reales pero que indudablemente forman parte del juego democrático. De este modus operandi, se ha abusado a lo largo de la historia, casi siempre sin vergüenza o incluso de manera obscena.
En Roma la delegación del poder en un Dictador no estaba exenta de peligros, como la corrupción, los excesos en las decisiones de vida o muerte, y no faltaba la tentación de perpetuarse en el poder. Claro que este régimen de excepción también autorizaba al Senado romano a revocar el mandato antes de tiempo, aunque algunos historiadores señalan que el Dictador tenía tanto poder que podía suspender la autoridad del Senado…
¡Qué actual! Quizás el único Dictador que tuvo un proceder ejemplar fue Cincinato, figura legendaria de la Roma republicana, quien antes había sido cónsul y general romano, pero como le disgustaba la oligarquía decidió abandonar la política y refugiarse en las tareas agrícolas. Otros autores sostienen que el motivo de su retiro fue el exilio de su hijo, quien ante los tribunos habría usado un lenguaje violento.
En una oportunidad las legiones del cónsul Minucia quedaron atrapadas por fuerzas enemigas y el pueblo exigió al Senado que designase un Dictador. Cincinato era el candidato y, según cuenta la leyenda, la noticia le llegó cuando estaba arando sus tierras a orillas del Tiber. Él organizó un nuevo ejército, derrotó al enemigo, y cumplió la misión en tan solo dieciséis días. Inmediatamente renunció al cargo y se negó a recibir recompensa alguna. Esa era su manera de prestar servicio a Roma, esa era su moral, algo impensable en nuestros días.
Pero dos décadas después fue nuevamente convocado de urgencia por el Senado, en esta ocasión se trataba de la conspiración encabezada por Espurio Manlio, quien pretendía restablecer la realeza (en toda época hubo nostálgicos de la monarquía). Cincinato ya tenía ochenta años, sin embargo volvió a aceptar el cargo, actuó con la misma celeridad y astucia que tuvo en su juventud, y luego de ejecutar a Manlio, repartió entre la plebe el trigo y las riquezas de éste, evitando así una guerra civil. Cumplida su misión renunció al cargo, pero antes de retornar a su finca les advirtió a los senadores que si en el futuro Roma llegaba a estar al borde del abismo, ellos mismos se ocupasen de salvarla.
Entonces no hubo dudas de su patriotismo ni honradez, tampoco de la falta de ambiciones personales. Catón el Viejo habría sido quien lo convirtió en arquetipo. Cincinato era un hombre de acción, no tuvo necesidad de salir a un balcón para prometerle al pueblo lo que luego no cumpliría, tampoco aprovechó su bien ganado prestigio para instaurar una suerte de populismo y mucho menos nepotismo, él solo cumplió con su deber.
Esta historia fue muy bien acogida en los Estados Unidos, al punto que una ciudad de Ohio fue bautizada con el nombre de Cincinnati, en honor de George Washington, a quien muchos ciudadanos llegaron a considerarlo el Cincinato de la Revolución Norteamericana.
En la antigua Roma la esperanza de vida de la gente humilde era de unos treinta años, pues llevaban una vida muy dura, salvo los que tenían fortuna como Cincinato, que si hoy viviese estaría recluido en su espacio doméstico por el COVID-19.
Otro veterano, Anthony Fauci, dirige la campaña sanitaria contra el coronavirus en los Estados Unidos, y en diciembre cumplirá ochenta años. Al parecer, hoy como ayer, octogenarios son llamados a ejercer funciones de la más alta responsabilidad, aquellas que aparentemente no podría asumir gente más joven. Y no deja de ser curioso en medio de tantas críticas acerbas, quizá porque la vejez en sí es cruel, o frente a las discriminaciones etarias, incluyendo los que abordan la vejez con cierto paternalismo hipócrita y la consideran una incompetencia moral por su fragilidad.
La cuarentena tiene a unos mil quinientos millones de seres humanos confinados. Se han limitado los derechos individuales por razones de fuerza mayor y se supone que salidos de la reclusión sanitaria se recuperarán, sin embargo existen no pocas dudas.
En efecto, se duda de que una vez pasada la epidemia el Estado, cebado por el autoritarismo de la excepcionalidad, se muestre reticente a devolver estas prerrogativas y que la democracia liberal culmine en un cono de sombra. Vivir en sociedad implica «vivir entre los otros» y, ante la emergencia lo coherente es actuar en común y con solidaridad, por eso consentimos esta «excepcionalidad transitoria».
El Bien común contiene el principio de solidaridad que a su vez crea el Estado de bienestar. La historia revela que a veces la cesión de derechos termina deslizándose como por un tobogán, hoy se cede un poco, mañana otro poco, en una suerte de pendiente resbaladiza.
Y para peor la dirigencia política apela a la retórica identificándose con el pueblo, monopolizando la verdad y planteando el dilema de libertad o supervivencia.
Entre cifras de contagios y de muertos, curvas epidemiológicas y comparaciones con otros países, día a día se manipula la realidad dando un mensaje triunfalista, «vamos ganándole al virus», cuando en realidad como alguien dijo habría que gestionar la derrota, acaso podemos ignorar los estragos que ya produjo, eso es irreparable, a menos que coincidamos con Stalin: “Un muerto es una tragedia, un millón de muertos es una estadística”.
La tentación va más allá de la libre circulación, pues se procura invadir la intimidad de los individuos mediante la geolocalización a través del celular, regulaciones de movimiento en general y prohibiciones para franjas etarias, solicitud de permisos de circulación o salvoconductos, pasaportes de inmunidad, reconocimiento facial (hoy dificultado por el uso del barbijo), entre otras medidas invasivas, ilegales y contrarias a la ética.
La situación actual revela que los países más desarrollados estaban muy bien preparados para la guerra, no para la asistencia sanitaria frente a una pandemia, lo que revela cuáles han sido, fueron y son las prioridades de los gobernantes, hecho grave que habilita un justo reclamo de la sociedad. Y el virus fue implacable, no respetó los cuarteles ni los portaaviones. En fin, yo me preguntó, como seguramente lo harán otros, si el coronavirus no vino a cambiar lo que no fuimos capaces de cambiar los seres humanos…
Ya se habla de otro orden mundial, también de otros órdenes o desórdenes regionales. Para algunos el orden implica un mandato que debe ser acatado de manera disciplinada, si es lícito o si contradice la ética resulta secundario, porque se impone por la fuerza, en cambio para otros significa una buena disposición de las cosas entre sí. El orden trae seguridad y se alcanzaría cediendo parte de la libertad, cuando en realidad lo que se debe buscar es un equilibrio inteligente y no arbitrario entre la seguridad y la libertad.
Creo que vamos a salir de la pandemia con un altísimo grado de incertidumbre y mucha mayor desigualdad, obviamente con las diferencias propias de los países que están más desarrollados que otros, pero pienso que habrá cinco crisis fundamentales que darán la vuelta al planeta: sanitaria, política, económica, social y cultural.
En esta época dominada por la imagen, pocos géneros son más teatrales que las fotografías de los políticos. Para Susan Sontag las fotos sin epígrafe suelen ser fácilmente trastocadas en su esencia, ya que basta con alterar el pie de la imagen para que ésta diga una u otra cosa, entonces se plantea un dilema difícil de resolver.
Javier Cercas aconseja prepararse para lo peor, a la vez que se trabaja para lo mejor. Dice que el coronavirus no nos cambiará, “…seguiremos siendo la misma banda de descerebrados de siempre”. Pero lo cierto es que ya no es asunto de contar la verdad, es necesario destruir las mentiras.
El alcance de las redes sociales en materia de «contaminación cognitiva» o de influencias en el pensamiento de otros resulta insospechado. Manipulación emocional, fake news, bulos, eslogan, todo apunta a que el otro abandone el pensamiento crítico, le dé la espalda a la reflexión, y termine por sumarse al pensamiento único. La tecnología ya no está acelerando la digitalización del mundo como lo hacía hace unas semanas o sólo escasos meses atrás, ahora es la biología la que está impulsando a la industria algorítmica y esto resulta inédito.
El COVID-19, como alguien ha dicho metafóricamente, es el primer virus ciborg que se propaga por los cuerpos y las pantallas.
Desde joven me sedujo la idea de que las personas debíamos tomar nuestras decisiones, sin interferencias y gozar del libre albedrío, pese a que durante esos años vivíamos bajo regímenes dictatoriales que alternaban con democracias sui generis, tipo «dictablandas».
Pero a la luz de la realidad actual el concepto resulta cada vez más polémico. Yuval Harari sostiene que el libre albedrío no solo es ingenuo sino peligroso, pues, si los gobiernos y las corporaciones hakean el cerebro humano, aquellos que creen ser amos de sus decisiones serán los más fáciles de manipular y los últimos en enterarse.
Los poseedores de las grandes riquezas del planeta, más allá de su fingido y publicitado humanitarismo cazabobos, diseñan y procuran modificar a su antojo la sociedad, a través del monopolio de la energía y los alimentos, de la salud y la reproducción.
Ya comienzan a vislumbrarse nuevas formas de vida, cambios de mentalidad, pero no sabemos cuál será el posicionamiento del ser humano ante los nuevos escenarios de crisis, tampoco su resiliencia frente a una época de angustia existencial ni su capacidad de reacción, que temo puede llegar a ser muy peligrosa.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)
La COVID-19, es el nombre de la enfermedad del coronavirus SARS-CoV-2, ver mas en https://www.fundeu.es/recomendacion/covid-19-nombre-de-la-enfermedad-del-coronavirus/