El siglo XIX fue el de los textos teóricos y políticos, que alentaban revoluciones de las mayorías, oprimidas, contra terratenientes, poderes religiosos y el desarrollo de un capitalismo opresor y cada vez más poderoso. Explotados, tratados sin piedad, incluso niños, no quedaba otra salida que desatar la violencia contra la violencia institucional en el trabajo y en las formas de vida.
Marxismo, anarquismo, socialismo revolucionario y, en las colonias violentas, insurrecciones contra los grandes nacionalismos opresores.
Ahora nos encontramos en el siglo XXI. Y salvo excepciones, echamos de menos textos teóricos y de confrontación que no sean «pactados», «acomodados», «políticamente correctos», contra el nuevo capitalismo, que tras dos guerras mundiales tuvo que ceder en beneficios sociales y mejores formas de vida a una clase media cada vez más numerosa y a los trabajadores, tras decenas de años de acciones reivindicativas y revoluciones más o menos frustradas.
Y hemos llegado a una aceptación del neocapitalismo que impone cada vez más condiciones leoninas en las sociedades más desarrolladas. Al tiempo que explicita sus teorías sobre el mercado y la globalización, conceptos trampa de sus economistas y teóricos mayoritarios para acentuar sus recortes sociales y explotaciones económicas cada vez más salvajes, al tiempo que, con términos como los de «la sociedad del bienestar», busca alienar no solo a las mayorías, que además, gracias a la televisión y otros medios comunicativos, se muestran cada vez más pasivas, sino también «encadenar» a organizaciones políticas y sindicales, a sus fines.
Se habla de vez en cuando de los genocidios fascistas, aunque algunos de los que así se expresan son herederos y benefactores de aquellos, e incluso de los campos de exterminio alemanes, como si hubiera sido un problema de un puñado de asesinos solamente. Pero en los últimos decenios nadie asimila esa realidad que, como todas las guerras, tiene una razón de ser de dominio económico, con los miles y miles de ciudadanos de distintos países del mundo víctimas de las masacres y salvajes contiendas desatadas por el capitalismo para apoderarse de sus mercados y las materias primas de los pueblos.
A los incinerados en los hornos crematorios, cuyas cenizas se repartían por los cielos donde efectivamente «no se yacía estrecho», suceden hoy las que en las aguas de los mares encuentran otra tumba tan amplia como aquella, y los que pierden la vida también en travesías del desierto, campos de refugiados, y los que más suerte tienen, en prostíbulos, trabajos casi esclavistas. Huyen de los bombardeos y destrucciones de sus ciudades, de las hambrunas y faltas de condiciones higiénicas y atenciones médicas, de sus aldeas o guetos miserables.
Y en los países desarrollados, como España, se acentúa cada vez más otra explotación inicua y salvaje desatada por un puñado de corruptos multimillonarios que van conduciendo, cada vez más, a la mayor parte de la población casi a sueldos de miseria y condiciones laborales leoninas. Y pensando en los textos y acciones del siglo XIX, cuando contemplamos a los dirigentes – siempre existen excepciones, pero son los que menos pueden influir- sindicales o políticos, reunirse una y cien veces con los oligarcas para pedir que los salarios de los trabajadores suban un 1 o 2% y las pensiones ni esa cifra siquiera, al tiempo que banqueros, empresarios, e incluso algunos políticos cada año no dudan en incrementar sus salarios en más del 40%. Pero los «defensores» de la clase obrera, que así se denominan, cumplen su misión como buenos colaboradores burocráticos del poder.
Dirigentes que deberían alentar las luchas y rebeliones contra este neocapitalismo salvaje y parecen encontrarse muy satisfechos en su labor «revolucionaria» que no deja de ser remunerada por quienes consideran que así se salvaguarda el orden social y se respeta la Ley. También los miles de funcionarios del nazismo y el fascismo, dentro de su «banalidad del mal», justificaban su trabajo sin querer saber nada de las consecuencias que alcanzaba.
Por eso escribía en 1944 Adorno:
«Toda responsabilidad concreta desaparece en la representación abstracta de la injusticia universal».
El grito y la insumisión del pasado, hoy, en el siglo XXI, está necesitando de una reencarnación de análisis y proyectos políticos que cambien esta pesadilla que atormenta, aunque muchos no sean conscientes de ello, a la mayor parte de la población. Mientras, televisiones, periódicos y revistas no dudan en mostrar cotidianamente su «inocente culpabilidad» informando, como ejemplo de la sociedad del bienestar, de las lujosas viviendas bien protegidas por guardias de seguridad, vacaciones en paraísos fiscales, suntuosas fiestas, relaciones y conquistas amatorias, atuendos y joyas de gran valor de aquellos que dominan la cultura del ocio: uno solo de ellos puede ingresar beneficios equivalentes a lo que ganen al año más de 100 000 personas.