El viaje a todas partes de un testigo del siglo XX
Algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía
(Miguel Hernández)
La editorial Capitán Swing ha recibido la primavera recuperando unas otoñales memorias de enorme valor para cinéfilos, fans y curiosos en general. «El tiempo amarillo», 600 páginas escritas por el gran actor que fue Fernando Fernán Gómez, a quien no le gustaban nada los libros gordos y creía que no hay que fiarse nunca de las memorias.
Iconoclasta, rompedora de la primera a la última página, esta tercera edición de algunos recuerdos que tiene el añadido de un prólogo firmado por el cineasta Luis Alegre, quien hizo con David Trueba la película documental «La silla de Fernán Gómez» (conversación con el actor en la que habla de su vida, la juventud, la guerra civil, las noches de Madrid, el amor, las mujeres, el franquismo…) y que cuenta como se inició, en una Nochevieja, una amistad “para siempre”, más que memorias propiamente dichas de un artista de múltiples facetas (Fernán Gómez fue actor, realizador, guionista, novelista, autor e intérprete teatral y escritor de novelas, artículos, ensayos…) es una mirada muy personal sobre España y sus circunstancias, a través de las décadas que van de la Segunda República al final de la transición primero y hasta los últimos ’90 en la ampliación efectuada para la segunda edición, y también en cierta manera una introspección sobre la persona y el personaje público, que Fernán Gómez intentó casi siempre separar aunque en ocasiones no lo lograra (y de ahí episodios como el archiconocido de su encontronazo con un admirador insistente en plena calle de Alcalá –Fernán Gómez fue el más “castizo” de los argentinos).
En esta autobiografía selectiva, como selectiva es siempre la memoria, Fernán Gómez -hombre de cine, de teatro, de tertulia, de cenas con los amigos y de interminables conversaciones hasta el alba- habla de su nacimiento en Perú y su ingreso en el registro civil en Argentina, de su madre con nombre y apellidos -una actriz importante, Carola Fernán Gómez-, de su padre sin nombre ni apellido, como un espectro constante allá, al fondo de los muchos pasillos de su infancia (el prologuista, Luis Alegre, recuerda que en algún momento se hizo público que, por ese lado, el actor era nieto de María Guerrero, otra gloria de las tablas), su vida de colegial en baratas academias de barrio y colegios burgueses, según fueran las cosas en la carrera de su madre, los inicios de la carrera de actor y los autores que entonces tenían un peso en las compañías y creyeron en él (Jardiel Poncela, Paso padre), su ingreso en la CNT, la guerra civil y el Madrid primero republicano y después sometido, las películas, los amigos (entre ellos el imprescindible Manuel Alexandre y otros compañeros de adolescencia), las mujeres (el prologuista recuerda que tuvo la suerte de “encontrar tres veces a la mujer de su vida”), las criadas ( y la iniciación erótica en aquellos funestos años de posguerra), las aventuras teatrales y finalmente el éxito; siempre relativo porque desgraciadamente en este país, y salvo excepciones, el éxito artístico no suele tener su equivalente en el aspecto monetario, y mucho menos en los años en que Fernán Gómez fue un imprescindible en los repartos.
Libertario a su manera, pero libertario en fin de cuentas –“En España no solo funcionan mal los que mandan sino también los que obedecen”-, en toda la obra planea protectora la figura de una abuela amantísima que acompañó al niño durante años al colegio y al cine, y dio respuesta a todas las preguntas de un chaval curioso y un tanto “voyeur”, como todos.
“El concepto de triunfo en su literatura memorial está atenuado por la entereza melancólica del inconformismo y la duda. Las conquistas amorosas son pequeños fracasos. Y el reconocimiento profesional, un accidente inexplicable y con el dudoso aval de un público inculto de señoras de té con pastas” (Javier Villar, El Mundo).
Muchas más fresca y espontánea la primera parte de las memorias, la que dio por concluida, y fue la primera edición de 1990, las siguientes aportaciones (hasta 1998 la segunda edición) no son sin embargo desdeñables pese a que en ellas haya más pesimismo y sean una ininterrumpida reflexión sobre la fugacidad del tiempo, y no digamos de eso que se conoce como fama o triunfo: «parece que los éxitos, en el mundo de las luminarias cinematográficas y teatrales, duran más o menos el tiempo de la permanencia en escena. Y eso, al menos al echar la vista atrás, duele».
Así, Fernán Gómez recuerda que, en sus comienzos con un despegue bastante afortunado, pasó de ser el adorado actor de Balarrasa (Nieves Conde, 1951, joven de vida desenfrenada de la época, o sea alcohol, juego y “señoritas”, arrepentido y después misionero en Alaska), y “el que se muere en Botón de ancla” (1948, Ramón Torrado, historia patriótica de tres marinos enamorados de la misma mujer), al olvido más absoluto cuando durante un año no recibió ninguna propuesta. Después tuvo también otras épocas en blanco, pero para entonces ya era casi un anciano y esas y otras cosas tenían solo una importancia relativa. Y, además, por entonces le nombraron académico de la Lengua, recibió la medalla de Bellas Artes, dos acontecimientos que le llenaron de orgullo, y estaba muy a gusto en su modesto chalé de Algete con la tercera y definitiva compañera de su vida, Emma Cohen.
Reeditar hoy estas memorias, cuando el tiempo empieza a amarillear su fotografía, es rendirle un penúltimo homenaje antes de que la imagen desaparezca por completo como ha estado a punto de ocurrir, debido al analfabetismo evidente de los políticos que se ocupan de “la cultura”, con el teatro que lleva su nombre en el centro de Madrid.
- El tiempo amarillo (memorias 1921-1997)
- Editorial: CAPITAN SWING
- ISBN: 9788494287886
- 664 páginas, 26,50€