Instituto Cervantes: el día a día en Tánger

Paquita

Adaia Teruel

El despertador está puesto a las siete de la mañana “por si acaso”, aunque raras veces suena. Ella se despierta siempre antes. Son ya muchos años levantándose a la misma hora. La rutina no varía. Ducha. Dientes. Cabello. “Todo lo hago deprisa y corriendo. El trabajo me ha hecho ser así”.

Hoy abre el armario y coge un pantalón de tela azul marino y un jersey de color beige. El cielo está nublado, sopla un viento fuerte y el pronóstico del tiempo ha anunciado una bajada de las temperaturas, así que en el último momento decide coger un pañuelo; y se lo anuda al cuello. Si tiene tiempo se preparará un té con limón. Si se le hace tarde —cosa que ocurre pocas veces— se lo tomará en la oficina. Dos calles hacia el sur, tres minutos andando y estará en otro mundo. Un pedacito de España en suelo marroquí.

Sede del Instituto Cervantes en Tánger

 

Lo primero que hace al llegar al trabajo es abrir el ordenador. En un día normal puede recibir una media de veinte correos. Contesta los que precisan respuesta y luego se pone a repasar carpetas. Alguien abre la puerta. Es Enrique, el director.

—¿Cómo va lo de la exposición?

—Ya tenemos a los cuatro confirmados.

—¿Y lo de la música?

—También.

—Eso va a estar muy bien. A Omar lo escuché tocar en el Consulado y es fantástico.

Entonces Enrique se percata de mi presencia y dirigiéndose a la intrusa comenta.

—Paquita es la decana.

—La más vieja—. Añade ella entre risas.

—Yo no he dicho eso. Yo he dicho la decana. La más antigua, la que lleva más años aquí. Treinta, que no son pocos.

Paquita empezó a trabajar en el año 1985. Entonces, el único personal que había era el director, su esposa, el conserje, la chica de la limpieza y ella. “Tenía treinta años. Pero los treinta de entonces son como los quince de ahora. Yo era una niña muy tímida y todo me parecía tan antiguo… Recuerdo que me sentaba en una mesa de esas que había antes, con una parte de goma, con mi máquina de escribir imperial. Ni teléfono tenía”.

Treinta años y doce directores después, el volumen de trabajo se ha multiplicado. “Si no me hubiera dedicado a esto quizás me habría gustado ser peluquera —bromea. —Seguro que no estaría tan estresada”.

El Instituto Cervantes de Tánger organiza una media de cinco actividades culturales cada mes y Paquita es la mujer que está detrás de todas ellas. “La gente se piensa que soy secretaria y, en realidad, he ejercido muy poco como tal. Como no hay gestor cultural lo hago todo yo, desde contactar con un conferenciante o un grupo de música hasta cuadrar las fechas del evento. Mira:  (Y al decirlo, se pone de pie y me muestra una a una las carpetas que tiene sobre la mesa.) Un taller de flamenco, otro de danza oriental, la presentación de un libro, una exposición fotográfica, una conferencia sobre Carmen Laforet, la semana Cervantina, otra exposición sobre los 400 años del Quijote… Esto es lo que tengo aquí. Allí tengo otras cosas”.

Paquita nació en Tánger, la misma ciudad donde se casó y donde crecieron sus hijos. “La historia de mi familia es una historia bonita y trágica a la vez”. Empieza con su abuelo, que dejó a la mujer y los hijos en Marbella para ir a buscar trabajo a Gibraltar. “Pero cerraron el paso. Fue cuando la guerra civil.” Entonces él se las ingenió —no se sabe muy bien cómo— para que pudieran reunirse. “Mi padre tendría unos once años y siempre lo cuenta. Durmieron dos noches escondidos debajo de una barca hasta que lograron salir para Marruecos. Mi madre ya nació aquí”. Paquita me cuenta que estuvo tres años viviendo en España, mientras estudiaba, pero ya había conocido Marruecos al que sería su marido y por eso decidió volver. “Éste es un país estupendo. A mi me gusta mucho España pero cuando voy allí me siento un poco rara. A los tangerinos nos pasa un poco eso, no somos ni de aquí ni de allí”.

Una familia tangerina. Colección Fotográfica de Antonio Ramírez. Biblioteca Juan Goytisolo.

 

En el despacho, un gran ventanal. Y como decoración, un ficus, una alfombra y tres cuadros en la pared. El resto, montañas de documentos, notas, dosieres, carpetas y folletos. “Soy muy ordenada. Aunque no lo parezca. Pero es que siempre voy corriendo, con el teléfono pegado a la oreja y necesito tener los datos importantes siempre a mano. Mira: (Y Paquita vuelve a levantarse. Y se coloca frente a una pared. Y me muestra una larga serpiente de papel.) Este cuadro infinito lo he hecho porque pronto llegará una becaria y quiero que sepa todo lo que hay que tener en cuenta, según la actividad. Recibir películas, pedir el visado al comité de cine marroquí, la publicidad en prensa, cuadrar los días, encargar las flores, supervisar el equipo de sonido, las invitaciones…”. La lista es interminable.

“Una vez vinieron los de la Fura dels Baus. Traían un barco donde se hacía el espectáculo. Y claro, había que atracar en el puerto. Llevaban materiales muy extraños. Había que pasar los controles de Aduana… Lo recuerdo como un terror. En el espectáculo había un momento en que echaban agua al público. Ellos que iban medio desnudos, con todas las autoridades allí dentro, toda la prensa… fue algo tremendo. Organizarlo y llevarlo a cabo fue una proeza del Instituto”.

Toda una institución

El Instituto Cervantes se creó en 1991 con el objetivo de promocionar la cultura y la lengua españolas. Actualmente cuenta con más de noventa centros repartidos por el mundo. Sólo en Tánger este curso se han matriculado dos mil alumnos. A pesar de ello, el autor del Quijote sigue siendo un gran desconocido. “Todo el mundo conoce el libro pero ¿Quién lo ha leído? —me pregunta Roberto— ¿Qué sabe la gente de su autor? Cervantes tuvo una vida novelesca. Con ella se podría hacer una serie de televisión”. Y yo anoto en mi libreta: Mirar biografía de Miguel Cervantes de Saavedra.

Roberto viaja por el globo enseñando nuestro idioma. Este valenciano, licenciado en filología española y catalana, ha estado en El Cairo y Tetuán. Ahora, además de dar clases, coordina el trabajo de los profesores que hay en Tánger. Roberto es el jefe de estudios. “Este es mi último año aquí, después iré a otro destino. Todavía no sé donde. Forma parte del trabajo. Si haces planes surge la ansiedad, así que es mejor no hacerlos”.

Roberto acabó en esto por casualidad, dice. Cuando todavía era un estudiante y empezó a colaborar con una ONG dando clases de español. “Entonces no había tantos manuales como hay ahora. Daba clases pero sin ninguna referencia y un día me di cuenta: Pero si me lo estoy pasando bien. ¿Al igual hay gente a la que le pagan por hacer esto? Y a mí me gusta”. La pregunta es evidente. ¿Por qué? “Me gusta hacer algo útil. Percibir que alguien que ha empezado contigo desde cero, después de sesenta horas, ya es capaz de expresarse. Además, dar clases tiene algo de… no sé… es creativo. Si tú eres médico y eres creativo, te puedes cargar al paciente pero en una clase si le dedicas tiempo, si te lo curras, el resultado puede ser muy positivo. Yo he tenido varios alumnos ágrafos, que no sabían leer ni escribir, y han acabado con un buen nivel de español. Oral y escrito. Y dices: ¿Cómo puede ser? Pues de esos hay muchos”.

19:07 p.m. de una tarde cualquiera

En el aula hay tres personas más la profesora. Una mujer de mediana edad, que viste una blusa abrochada hasta el último botón, una adolescente de mirada tímida y un chaval de unos veinte tantos, que sólo empezar la clase me ofrece servicial compartir el libro de texto.

—El último día estuvimos hablando de las relaciones de relativo —empieza la profesora—. ¿Os acordáis? A ver Ismael, ¿Con qué idea te has quedado?

Ismael se sabe la lección y responde tranquilo. Mientras lo hace una chica abre la puerta. Viste tejanos ajustados y una camiseta ceñida. No es la única en llegar tarde, minutos después lo hará una segunda y al cabo de un rato un hombre de mediana edad. Pelo canoso, maletín en mano y buenos modales.

—¿Cómo estás? —le pregunta la profesora al último en incorporarse.

—Mucho trabajo. Tenemos nuevo director.

—Bueno, ahora que ya estamos todos, abrimos el libro por la página cien. Tenemos un texto sobre Adolfo Domínguez y vamos a ir completándolo. ¿Alguien sabe quién es este señor?

Saloua —voz dulce, aritos de oro en las orejas y una pronunciación que de tan perfecta te hace dudar de su origen— habla del diseñador y de su lucha contra el uso de pieles en la moda. En la clase se desata un encendido debate sobre los derechos de los animales.

—En España existe la tauromaquia, que es un espectáculo para que la gente se divierta mientras sufre el animal. Eso no está bien—. Dice el señor del pelo canoso.

—Pero es un elemento de su cultura—. Añade la chica de los tejanos ajustados.

—¿Y qué pasa con los corderos que nosotros matamos para El Aid? —Pregunta la joven morena del pañuelo en la cabeza.

“Muchas veces el conocimiento de la cultura española es indirecto, a través de la televisión. Y es un poco lo mismo que pasa con los Estados Unidos en todo el mundo. La gente no ha ido allí pero a través de su cine la persona se hace una imagen del país y quizás esa imagen no se ajusta del todo a la realidad”. Dice Roberto y luego añade: “Los marroquíes y los españoles nos parecemos más de lo que pensamos. Tenemos lenguas muy diferentes, sin embargo nos asemejamos mucho en el patrón de comunicación. Muchas de las cosas que nosotros pensamos de los marroquíes, las piensa un alemán de nosotros. Los dos somos gente de contacto. Mirones. ¡Opinamos de la vida del otro con una facilidad! Eso en un país anglosajón no sucede”.

El edificio

El  edificio se alza imponente en el número 99 de la calle Sidi Mohamed Ben Abdellah. Las persianas y el descomunal logo que hay en la fachada —de un intenso color rojo—, le insuflan vida. La bandera española ondea al viento. Detrás de ella, las nubes avanzan rápido por el cielo.

Subo por las escalinatas que le dan un aire señorial a todo el conjunto y saludo a Youssef, el guarda de seguridad. Desde hace unas semanas tiene nuevo compañero, otro guarda de  refuerzo. Eso sin contar los soldados que patrullan por la calle. Uniforme de camuflaje, chaleco anti balas y ametralladora al hombro. Des de que hace unos meses Marruecos fue señalado como objetivo por el Estado Islámico que están por toda la ciudad.

—Buenos días ¿Se puede?

—Pasa, pasa. Te estaba esperando.

Maribel —cuarenta y pico, acento andaluz, una pequeña cicatriz en la cara, recordatorio imborrable de un accidente que terminó bien— es la cuarta generación de una familia española afincada en Marruecos. “Los primeros en llegar fueron mis bisabuelos, que venían buscando trabajo. Después, mis abuelos regentaron una cantina de militares en Larache. Había muchos, de aviación sobretodo. Venía un grupo y mi abuela: “Venga, a pelar patatas que ha venido el comandante no sé qué”. Y mi madre y sus hermanas, todas a pelar patatas”. Los padres de Maribel nacieron cuando la zona pertenecía al Protectorado Español y ella se crio aquí. Habla español, francés y árabe a la perfección. Suena el teléfono. Me hace una seña de disculpa con la mano y atiende la llamada.

—Vale. Sí. Mmm. Vale, vale. Ahora mismo te lo miro.

En una ocasión le pregunté a una de sus compañeras qué hacía Maribel en el Cervantes. Hace de todo y todo lo hace bien, me respondió mi interlocutora. Con lo que me quedó claro que es una currante pero seguí sin saber qué carajo hacía durante todo el día. Como fui de las últimas en llegar hago un poco de todo, me dice ella y se ríe. “Soy auxiliar administrativo. Ayudo a Paquita en cultura, hago matrículas, me encargo de la difusión digital, mando a Madrid todo lo que sale en prensa, hago las reservas de hotel para los que vienen, llevo el Facebook, diseño los carteles… Intento echar una mano donde puedo, la verdad. A mí no se me caen los anillos, si me tengo que subir a una silla y cambiar una bombilla, lo hago sin problema”.

—Perdona. Un segundito nada más-. El que habla es Emilio, uno de sus compañeros,  que en este momento asoma la cabeza por la puerta. Para Emilio la administración es como el corazón del centro. Sin el corazón no se puede vivir, me dijo en una ocasión. —¿Tienes lo del seguro?

—Sí, pero me falta un cheque.

—No, si no lo necesito. Sólo la factura. Por el importe.

—Toma. Te la doy.

Maribel hace doce años que trabaja en el Cervantes y, según dice, acabó aquí por  casualidad (otra vez el vocablo mágico). “Yo era taxista en aquel entonces. Mi hija iba al instituto y mi hijo al colegio. Me pasaba el día en el coche de un lado para otro. En Tánger no tenía a nadie. Mi marido y mi madre estaban en Larache. Yo nunca pensé en trabajar aquí pero salió una plaza y una amiga me animó. Total, que me convenció, me presenté y quedé la segunda. Recuerdo que el primer día estaba nerviosísima”. El teléfono vuelve a sonar.

—Sí. Me falta hacer una fotocopia. Vale. Luego te lo doy.

Cuando me hicieron la entrevista de trabajo, yo había dormido en esa habitación y había hecho un montón de gamberradas”. Y es que el edificio que actualmente ocupa al Instituto Cervantes de Tánger se construyó a principios de los años setenta para albergar una residencia de estudiantes. “Para mí fueron cuatro años maravillosos. Claro, de pronto, con quince años, sin padres… aunque estábamos muy controlados, no te creas. A las doce de la noche cortaban la luz. Teníamos las velas prohibidas pero todas teníamos unas cuantas escondidas en la habitación. Había saharauis que venían becados de El Aaiún. También, españoles de Melilla o Nador. Todos veníamos  a Tánger porque aquí estaba el Instituto Español. Éramos unos doscientos. Juntos pero no revueltos, ehhh”.

El día a día en el centro

Maribel me hace una visita guiada y por ella me entero que en esa época el  edificio estaba divido. Había dos áreas. La de los chicos y la de las chicas. Para separar a los dos sexos pusieron un muro en el pasillo. “Recuerdo que nos pasábamos cosas por debajo. Cigarrillos, apuntes… Había unos que eran novietes y se sentaban en el suelo, cada uno a uno lado, y se ponía a charlar. Nunca, nunca pensé que acabaría trabajando aquí”.

¿Alguna vez has pensado en regresar a España?, le pregunto y ella me mira, sonríe con los ojos y muy decidida —como si ya lo hubiera dicho tantas veces que no tiene ni que pensarlo—me suelta: “Yo sólo me iría de Marruecos o por algo muy bueno o por algo muy malo. Siempre le digo a mi madre que ella tiene la culpa de que yo esté aquí. Porque un año, durante La fiesta del Trono, ahora no se hace tanto, pero entonces la gente colgaba la bandera de Marruecos en los balcones de las casas, en los negocios… había banderas por todas partes. No me acuerdo pero algo mal haría porque mi madre me acabó atando a la bandera de Marruecos que teníamos en casa.  ¿Cómo no voy a querer a éste país?”

¿Tú sabes quién es Cervantes?

Un ejemplar del Quijote, perteneciente al fondo patrimonial de la Biblioteca Juan Goytisolo de Tánger.

Este año el Instituto Cervantes celebra sus bodas de plata. Veinticinco años dan para mucho. Son tantas las personas trabajando —cuarenta y cinco— que es imposible citarlas a todas. Está Cristina, quien había sido la gobernanta de la residencia y ahora trabaja en recepción. Ahmed, quien entró como guarda de seguridad y ahora ayuda a Cristina. Youssef y su bigote, que atienden en la biblioteca. Faouzia, quien siempre tiene una sonrisa para los niños. Mustafá y sus alumnos. Cada uno tiene su historia. Sus recuerdos. Sus anécdotas. Durante estos días escucho muchas.

Un día vino un grupo de escolares de excursión. Les hacían una visita guiada por la biblioteca y en un momento dado escuché a un niño que le preguntaba a un compañero: “Oye, ¿tú sabes quién es Cervantes?” A lo que el otro respondió: “El señor de la casa, supongo”.

Aunque no seamos conscientes de ello, todos tenemos una imagen mental de como son las bibliotecarias. Suelen ser mujeres, llevar gafas y estar en permanente estado de malhumor; por no decir eso de que se pasan el día haciendo Shhh. Pero la auxiliar de biblioteca con quien me he citado tiene buena vista, me recibe muy amable y, además, me hace reír con historias como esta.

Se llama Lucía y esta mañana la encuentro catalogando volúmenes frente al ordenador. Todo el material —ya sean libros, películas, CD’s, partituras, mapas o fotografías— deben pasar por este proceso antes de entrar a sala, me explica. “Me acuerdo perfectamente de mi primer día. Llegué y estaba Jaume Bover, toda una eminencia, esperándome en la puerta con una bata blanca. Me dio otra para mí y me llevó al sótano. Allí me dejó, en un cuarto minúsculo, lleno de revistas que llegaban hasta el techo. Yo ni cabía. Esto es lo que tienes que ordenar, me dijo. Cuando empecé, hace más de veinte años, se catalogaba todo de manera manual. Ahora, por suerte, lo tenemos informatizado”.

Biblioteca Juan Goytisolo de Tánger

 

La biblioteca del Instituto Cervantes de Tánger recibe más de treinta mil visitantes anuales. Y es que con más de cien mil volúmenes en su haber es una de las más importantes de la red, sólo comparable a la de Nueva York. Lucía me dice que de su trabajo le gusta todo. Que se siente una privilegiada por poder trabajar con lo que le gusta. Pero hay gente que piensa que es un trabajo aburrido, le digo. “Para nada. Lo que pasa es que es un trabajo poco conocido. La gente no sabe lo que implica. A veces me ha venido una persona y me ha dicho: “Oye, ¿Tú me puedes enseñar un poco a catalogar?”.  Como si esto se pudiera enseñar en una tarde”.

Por la ventana entran retazos de conversaciones. Son los estudiantes del Instituto Español Severo Ochoa. Es la hora del recreo. En el patio hay grupos de chicos y chicas, bocadillo en mano, charlando animadamente. Más lejos, los pequeños corretean alegres por el patio. Varias gaviotas sobrevuelan el lugar.

Éste es un trabajo interesante. Por aquí pasa mucha gente. Antes, cuando estábamos en el otro edificio venían muchas amas de casa y oficinistas. Ahora casi todo son estudiantes. A veces llega uno y te dice: “Deme usted una novelita que esté bien”. Y claro, el que esté bien es muy relativo. Recuerdo un día que vino una señora desde España y buscaba información sobre su abuelo, que había vivido en Tánger. Traía una fotografía muy antigua. Por más que quisimos no le pudimos ayudar pero entonces me acordé de un usuario. Un señor mayor, que había sido peluquero. Ese hombre tiene memoria fotográfica. Así que lo llamé, vino y, efectivamente, lo reconoció”.

Curioso, raro e insólito

La Biblioteca Juan Goytisolo se bautizó como tal en el año 2007 pero su historia viene de lejos. Principios de los años cuarenta, cincuenta mil pesetas y mil ochocientos volúmenes. De ahí nace la primera biblioteca pública de la ciudad. Una  biblioteca que ha pasado por cuatro emplazamientos distintos y que destaca por su colección de libros relacionados con el mundo árabe. “Hasta hace diez años todos los libros que tenían que ver con el Sáhara se guardaban dentro —dice Lucía—. Recuerdo uno precioso, se llama La prisionera y es la historia de la familia Oukfir”. El padre de la escritora intentó atentar contra el antiguo rey Hasan II y al cabo de unos días apareció muerto; acribillado a balazos. Su mujer y sus hijas pasaron veinte años en la cárcel. La autora explica como escaparon del país. “Ese libro estuvo fuera de préstamo durante mucho tiempo. Lo teníamos escondido”.

Nuestro trabajo es la promoción de la cultura y la lengua española. Todo lo que no entre aquí se queda fuera. Pero no tenemos ningún tipo de filtro en lo que respecta a la temática de los libros. Los únicos que miro bien antes de comprar son los cómics porque, a veces, contienen material visual muy explícito y en algunos casos podrían violentar al usuario”. Son palabras de Silvia, quien más tarde me confesará que la película más alquilada es, con diferencia, Lucía y el sexo.

Esta  catalana de pelo rizado y ojos claros es, desde hace ocho años, la responsable de la Biblioteca y hoy lleva un día muy ajetreado. “Gestionar una biblioteca no es sólo ocuparse de la sala… tenemos visitas de grupos, festividades señaladas, talleres para los más pequeños… Hace un rato, por ejemplo, ha venido una señora que va a desmontar el piso y nos ha ofrecido sus libros. A veces pienso que esto de las donaciones puede ser un regalo envenenado. Hace dos años vino un señor francés que había comprado una casa en la playa y nos contactó porque en la vivienda había una habitación repleta de libros. Nos preguntó si nos interesaba y concertamos una cita. Es lo más brutal que he visto nunca. Éramos cinco personas rebuscando allí, los muebles por el suelo, libros por todas partes… Era realmente impresionante. Sólo te digo que dos años después  seguimos catalogando”.

Un taller de pintura en la biblioteca infantil del Instituto Cervantes de Tánger.

Silvia me cuenta que estudió biblioteconomía por casualidad y empiezo a pensar que el mundo (en general) y este centro (en particular) están llenos de casualidades nada casuales. Antes de venir a Tánger estuvo en las bibliotecas del Colegio de Arquitectos de Catalunya, de Casa Asia y de la Universidad Autónoma de Barcelona. “El trabajo es el mismo, lo que cambia son los usuarios. En Tánger no hay ninguna biblioteca pública. Aquí la mayoría de usuarios no saben consultar el catálogo, tienes que ayudarles. Nadie en Nueva York te aparecerá con un libro dos años después de haberlo cogido. Aquí vienen y te dicen: “Lo siento, me olvidé”. Al principio te parece extraño pero luego te acostumbras». Dice Silvia y es cuando nos percatamos de que no estamos solas.

—Perdona. Está cerrada la biblioteca.

—¿Cómo?

—Que está cerrada. Abrimos en diez minutos. Lo siento.

Rincones, rinconcitos y recovecos

Abrimos con la llave y lo primero que hacemos es subir las persianas. “Es por protección. También tenemos un pequeño deshumidificador y un termómetro para calcular la temperatura”. Aquí se guarda el libro más antiguo que hay en la biblioteca. Un comentario de la Biblia escrito en hebreo, que se calcula pertenece al 1600,  dice Silvia, y me lo muestra. Forrado en plástico, tiene cierres metálicos y está guardado en una caja como si fuera un bombón.

Pero hay otros dulces: Un proyecto de Gaudí para la catedral de Tánger que nunca se llevó a cabo, antiguos libros de viaje, un ejemplar del Quijote ilustrado y tres actas matrimoniales de gran tamaño. Pertenecen a dos hermanas, originarias de Gibraltar y que se casaron en 1885. “Las encontró Jaume Bover de casualidad (otra vez la dichosa palabra), paseando por un mercadillo. Ahora, gracias a la colaboración de una universidad de Israel hemos podido traducir el texto. Este símbolo de aquí —dice al mismo tiempo que lo señala— indica que eran judíos sefarditas, de origen español. Con este documento los descendientes de la familia podrían solicitar la nacionalidad”.

Bajamos al sótano. Escaleras. Puertas comunicantes. Pasillos tenebrosos. Rumor de tuberías. Por un momento me siento como la protagonista de Tesis. Pero en la película no había interminables filas de libros y este intenso olor a papel viejo que se te mete en la nariz.  “De vez en cuando vamos revisando lo que tenemos para ver si hay títulos que han quedado obsoletos o ejemplares que le puedan interesar a la Biblioteca Nacional”, me explica Silvia. Quien también me informa que a esto se le llama expurgar.

Lo que no han expurgado ni expurgarán serán los ejemplares del diario España. Creado en Tánger en 1938 como un medio para la propaganda franquista y que acabó convirtiéndose en todo lo contrario. Muchos periodistas republicanos, perseguidos al otro lado del Estrecho escribieron en él. “Todavía no está digitalizado pero lo consulta mucha gente”. Dice Silvia, a quien pido que me muestre uno de los ejemplares. Y ella, solícita, saca las cajas donde están guardados. Escogemos una fecha y, esta vez, no es al azar: 15 de febrero de 1966. En la portada, una noticia sobre dos escritores soviéticos condenados a trabajos forzados. Y en la sección Tánger al día, una mujer que ha perdido una pulsera en la calle México ofrece una recompensa a quien le ayude a encontrarla. También, una nota breve acerca de una peluca reversible que cuesta diecisiete mil pesetas. “Se trata de la misma y bella peluca en morena y en rubio, para que el marido escoja según su humor”. Dice el texto. Por suerte, ha llovido mucho desde entonces. Cincuenta años para ser exactos.

Cuando hace unos semanas hablé con Enrique para explicarle que quería hacer un reportaje sobre la gente que trabaja en el Instituto Cervantes de Tánger me dijo: “Tú, como Frank Sinatra”. Y viendo mi cara de desconcierto añadió: “A tu manera”. Así lo he hecho y así termina, por la misma razón:

Epílogo

Varón. Edad aproximada de la muerte, sesenta y nueve años. Tabique nasal prominente. Manco. Esternón magullado y con restos de pólvora. Mandíbula con seis dientes o menos. Miguel Cervantes de Saavedra nació en Alcalá de Henares, trabajó como funcionario del reino de España en Sevilla, participó en la batalla de Lepanto y murió sin ser glorificado. Cuatrocientos años después de su muerte está considerado uno de los padres de la novela moderna.

editor
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