Soy consciente de que, en Periodismo, hay de todo. La mayor parte de nuestra tarea es loable, pero hay minorías que nos hacen daño, y que conviene enunciar para transformarnos y ser un mejor referente social.
Esos recurrentes hechos que a menudo nos llevan a subirnos a la cabalgadura de un tren periodístico sin estrella, donde explotamos aspectos innobles que tienen que ver más con el morbo, con el sensacionalismo, con el amarillismo, con la afectación y con el chisme, que conectan mucho más, digo, con lo monstruoso y descabellado que con la información misma, nos deberían, antes de sonrojarnos en una ocasión más y caer en la derrota, llevar con certeza a unos ciertos análisis o reflexiones constructivas con el propósito de mejorar. Lamentablemente no es así.
Periódicamente, y no hace falta que pongamos ejemplos concretos, surge el sempiterno dilema que nos lleva a preguntarnos qué es lo primero, si el derecho a la información frente al que nos protege en nuestra intimidad y demanda posturas respetuosas, o si, sencillamente, debería ser al revés. No está claro: depende, claro, de cada caso, que hemos de interpretar adecuadamente. Sin embargo, la praxis a veces es doliente. La prueba evidente de lo que reseñamos la advertimos en los resultados de un cierto quehacer periodístico (sí, minoritario, pero que hace mucho ruido) que se identifica más con lo morboso y truculento que con las dosis netamente informativas.
No caigamos, por favor, en la trampa de pensar si una situación, en función de los personajes, debe ser tratada de una manera u otra. Ese argumento es falaz, cicatero, poco recomendable. Las personas somos personas, y, como tales, tenemos derecho a que la ley nos proteja, y, sobre todo, a que la sociedad y sus Administraciones Públicas no nos dejen indefensos en favor de pingües beneficios que “vendemos” desde la profesión en aras de una supuesta libertad informativa. Aunque se trate de un comportamiento asociado a una cierta moda y con el recorrido que todos conocemos, no debemos pasar de largo respecto del problema que nos plantea.
Decía el maestro italiano Indro Montanelli que el límite en la llamada libertad de expresión ha de situarse “en la conciencia de quien la ejerce”, esto es, los periodistas, y añadía que esa libertad “no está en las leyes ni en los reglamentos sino en la conciencia de las personas”. Es evidente que el asunto de la conciencia nos sumerge en aspectos tan subjetivos que no sabemos muy bien qué hacer o qué decir. Ryszard Kapuscinski nos aclaró un poco más las cosas cuando nos dijo que “un periodista debe ser una buena persona ante todo”. Es de suponer que, si se es bueno, se tendrá una óptima conciencia. Podría ser un coherente silogismo, y quizá un portentoso paradigma que nos debería animar a la reflexión y al consenso.
Cambiar de actitud
Si no cambiamos de actitud, seguiremos siendo cuestionados por una sociedad que nos coloca como gremio, a los periodistas, al final de una cola, donde somos los menos creíbles, los menos verosímiles, y eso, ¿verdad?, suena a paradoja. Encarnamos, según las palabras de Desantes Guanter, a los sujetos cualificados de la información, los profesionales, y representamos los intereses de los sujetos universales, los ciudadanos. No podemos dejarnos llevar exclusivamente por ese sujeto organizado, seguimos con Desantes, que equivale a la empresa informativa, que normalmente solo busca dividendos, más y más grandes. Si nos permitimos dominar completamente por el aspecto crematístico, por la empresa, por lo financiero, seremos meros “mercenarios” que abordan un producto muy “sensible” a cambio de un salario (bajo), y poco más.
En paralelo, sumemos lo que ya decía Lou Grant, maestro en aquella serie norteamericana de muchos informadores y comunicadores de mi generación: recalcaba que un periodista no podía ser bueno y famoso al mismo tiempo. Según él, había que elegir entre una cosa u otra. También es cierto que, desde la honradez, no nos haremos millonarios nunca (no es lo que perseguimos: defendemos el servicio público y el interés general). El que contradiga este aserto que se pregunte el porqué. Lo que evidentemente debemos reclamar es dignidad salarial, que no siempre acontece en los que desarrollan su faena, la gran mayoría, con humildad y salubridad.
El viaje de nuestra profesión merece la pena, eso sí, siempre y cuando tengamos lealtad a ciertos principios. Eso es lo que debemos defender en toda época y lugar. Hay un código deontológico que cumplir (puede que encontremos escritos hasta cientos de ellos). No obstante, lo relevante es convertir el anhelo en hecho. Quizá para eso, entre otras medidas, hace falta la puesta en marcha de un verdadero Estatuto Profesional.
Entretanto, cuando veamos algunos que, en nombre de la profesión, ofrecen informaciones que no pueden ser calificadas de tales y que, además, conculcan el derecho a la intimidad (debidamente ponderado) y a la más mínima decencia y educación, lo menos que subrayaremos es que “no somos de ésos”. Ni la muerte, ni la desgracia, ni lo tremendista se han de convertir, por un mal tratamiento, en un espectáculo. Así no vale.
La desgracia como espectáculo es pan de cada día, de cada minuto, de cada segundo.
Es lo que ha ocurrido los últimos días en Chile con dos catástrofes: terremoto en el Norte Grande, incendio de barrios humildes en Valparaíso.
En una época que ejercí de reportero gráfico, me criticaban por lo poco «periodísticas» de mis fotografías de hechos policiales, que me faltaba audacia, en fin, que tenía que captar lo justo y en el momento preciso.
Molesto, un día hice entrega de unas fotografías altamente «periodísticas» de una joven que se había suicidado lanzándose de un edificio. Las tomas jamás se publicaron, y, a la vez, nunca más me dijeron nada.