Lo que se siente al dormir en una chabola

Durante el día habían trabajado recogiendo basura, hasta que el sudor, el hedor de la materia orgánica en descomposición y las picaduras de los insectos les habían rendido exhaustos junto al montón de sacos de plástico en donde habían apilado lo reciclable.

La compradora, una mujerona de malos modos que había llegado junto a su marido en un carromato, tras conseguir regatearles algunos kilos de menos del fruto de su trabajo con su báscula trucada y después de entregarles sus ganancias -el equivalente en moneda local a menos de un Euro- volvió a perderse en la distancia junto a aquel hombre y su carromato a rebosar de sacos pestilentes.

Algunos -los más mayores- yacían exánimes dormitando junto a una pila de cartón para reciclar, y otros -los más jóvenes, algunos de ellos niños- habían reunido la suficiente fuerza y entusiasmo como para darse un baño en una charca cercana, y es que según decían, ello -el acto de despojarse del mal olor que impregnaba sus cuerpos- les hacía volver a sentirse humanos y les devolvía su apasionamiento para con la vida.

Como en otras ocasiones, había decidido pasar la noche junto a ellos, pero esta vez en el afán no de retratarles con mi cámara, sino en un intento de empatizar con sus vidas, con su cotidianeidad.

El acoso paulatino de la noche les había obligado a apresurar sus actos, acelerándolos por prioridades; el hecho de dormir en chabolas sin electricidad, a la luz de algunas lámpara de petróleo y a merced de los arrebatos del tiempo, exigía que cada noche fuera planificada cuidadosamente, y por ello y antes de dormir acontecían numerosas tareas. En un primer momento unos se encaminaron hacia la charca contigua al basurero y otros hacia el contaminado pozo del lugar para después de aparecer con cubos de agua sucia, que unos procedieron a hervir y otros, los que estaban más extenuados, bebieron según la traían.

Los demás, cuya mirada había descubierto que el horizonte traería agua, procedieron de inmediato a atar y remendar los plásticos que hacían de techumbre a sus chabolas y colgaron las hamacas de los hijos pequeños en donde más resguardado se veía, entretanto que los vientos de la tormenta que llegaba, agitaban las frágiles barracas cada vez con más fuerza.

Si bien por una parte todos temíamos que el ímpetu de la tormenta pudiera ser devastador, por otra la añorábamos, pues sabíamos que sus aguas pondrían fin al insoportable acoso de las nubes de mosquitos.

Los primeros rayos, recortaron repentinamente la noche seguidos de un estruendo ensordecedor y a continuación del incesante y también repentino lloriqueo de niños asustados, clamando por la presencia de su madre, de su hermano, si bien estos a su vez yacían como siempre lo habían hecho al final de la jornada; exhaustos, sin vida.

El ulular del viento se entremezclaba con el ruido de los plásticos, el tintineo de cacerolas, el cacarear de alguna gallina asustada y el zumbido de las moscas y mosquitos que aguardaban tras nuestras mosquiteras remendadas. El sonido cada vez más frecuente de los truenos se entremezclaba con el clamor cada vez más fuerte de los niños, con el ladrido de los perros, con el de algún adulto mandando callar a los niños.

La noche, muy lejana a aquel sinónimo adoptado por el mundo más opulento y que significa descanso, no había aparecido como tal y como aliada de aquellas pobres gentes que tan fervorosamente habían trabajado durante el día, sino provista de un ánimo traicionero de contienda que se cebaba de nuevo sobre los más débiles.

El estruendoso estallido de un océano contenido por el cielo nos sepulto súbitamente bajo las aguas, hundiendo muchos techos, tirando muchas tablas, arrancando muchos plásticos que al poco de llenarse de agua se habían desprendido por su peso. El suelo de cada chabola se había llenado en poco tiempo de fango y de agua hasta casi el nivel de la rodilla, y las cacerolas de aquellas gentes flotaban junto a los juguetes recogidos entre la basura para sus niños. Ya nadie dormía. Ni los adultos. Ni los niños. Todos luchábamos a la intemperie para rescatar alguna cosa que no queríamos que se llevaran las aguas, para ayudar a los niños y encaramarles sobre las plataformas de bambú, para subir a un perro exhausto que cansado de nadar se lo llevaba la corriente , para empujar hacia fuera los plásticos que nos resguardaban a que desalojaran el agua acumulada sobre ellos antes de que se hundiera toda la techumbre.

Con irremediable tristeza observaba a aquellas pobres gentes, que lejos de amilanarse y esbozando aún sonrisas, miraban a través de la lluvia, con sus niños tiritando, con sus perros tiritando.

Al día siguiente, la belleza de un intenso velo anaranjado propiciado por el alba, entrometiendo su condición con el humeante e infame vapor que ascendía desde la basura, poco a poco fueron revelando de nuevo el poblado; todo había quedado devastado, inundado, lleno de cosas flotando que a su vez se habían mezclado con restos de basura.

Los adultos, pese a las circunstancias, se habían levantado sonrientes. Al parecer y al igual que en mi caso, les había despertado el intenso zumbido de las moscas, las picaduras de los mosquitos que se habían colado por los agujeros de las mosquiteras, la humedad. Entretanto, muchos de los niños jugaban sumergiéndose en los charcos o aferrados a algún trozo de basura flotante.

Cuando la mayoría de la gente, tras tomar sus sacos y sus azadas se dirigieron hacia el núcleo del basurero para volver a trabajar, supe que para ellos aquel día de pesadilla no había sido sino un día más, una jornada más en su lucha cotidiana por la supervivencia; lo que para algunos era una catástrofe, para ellos había sido una simple rutina de vida.

No podían perder nada porque ya lo habían perdido todo y su único contratiempo iba a ser la reconstrucción de sus precarias barracas. En el caso de los niños, una vez más pondrían sus juguetes a secar.

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