En un tiempo tan “raro” como este, cuando los payasos dan miedo (el cine de Hollywood y las series tiene mucho que ver en esta percepción) y hay tipos que utilizan el rostro de un payaso para denunciar corrupciones políticas o manejos empresariales, acaba de morir Popov, este 3 de noviembre de 2016, el más antiguo de los clowns que, a los 86 años, seguía en ejercicio.
Oleg Popov ha sufrido una parada cardiaca en el hotel, mientras se encontraba de gira en Rostov sobre el Don, en el sur de Rusia, según ha declarado el director del circo donde tenía que actuar a la agencia RIA Novosti. El cádaver de uno de los más célebres payasos del siglo XX será trasladado a Alemania, donde Popov vivía con su familia desde el hundimiento de la URSS.
Estoy segura de haber visto alguna vez actuar a Popov en el Circo Price (para los que han nacido en democracia, era un local fantástico, que siempre olía a ozonopino y ocupaba el lugar donde ahora se encuentra el Ministerio de Cultura, en la madrileña calle Barquillo). Lo mismo que puedo presumir de haber visto allí a las más importantes sagas de “tontos” y “listos” –casi siempre familia-, los mejores equilibristas, las envidiadas trapecistas y las interminables filas de chinos y chinas jugando con un yo-yo, o en su defecto con un platillo sostenido precariamente en lo alto de un palo larguísimo.
Eran los tiempos en los que el circo contaba también con números de animales –perros saltadores, monos que subían a la primera fila de espectadores, tigres amenazadores, leones medio adormilados y elefantes que paseaban a una señorita en biquini enroscada en la trompa-, alguien que tocaba una trompeta o un violín (muchas veces, los propios payasos) y un señor con bigote, sombrero de copa y chaqueta roja con alamares que anunciaba los números.
Tengo muy buenos recuerdos del circo, unidos en algunos casos a la Asociación de la Prensa de la época, que también era distinta de la actual y regalaba entradas para el circo a los hijos de los asociados, la víspera de Reyes. Para ser totalmente justa, debo decir que también nos regalaba un juguete.
Tengo buenos recuerdos de aquellas tardes con olor a desinfectante, vendedoras de “patatas fritas, chocolatinas y caramelos”, y espectáculo de saltimbanquis y payasos. A mí nunca me han dado miedo los clowns y siempre me ha conmovida esa historia repetida hasta la saciedad del payaso que llora por dentro mientras hace reír en la pista. Los payasos eran una de las cosas que nos hacían felices en aquella infancia de posguerra.
Ahora se acaba de morir Popov, probablemente el último de los clásicos. Nacido en Moscú en una familia modesta, a los 14 años entró en la Escuela de circo, donde se inicio aprendiendo a hacer juegos malabares caminando sobre una cuerda. A los 19 era ya un payaso de la Compañía Estatal del Circo que consiguió sus primeros laureles al tener que sustituir al clown principal, enfermo.
El Gran Circo de Moscú, con el que consiguió sus mayores éxitos ha saludado su memoria de “payaso excéntrico” y recordado su “inestimable contribución a la historia del arte “clownesco”, tanto ruso como mundial”.