Juan de Dios Ramírez-Heredia[1]
Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los diputados sitiamos en el Congreso al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres.
Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, quien no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suarez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: «Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España». Y en ese momento sonó un disparo.
Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha, mi compañero diputado José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:
― ¡Todo el mundo al suelo!
Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosles, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.
Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!
Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.
Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.
“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”
Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” ―así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes― que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’ Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces ―ese era mi caso― queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.
Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrabamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos ―bueno, no a todos―. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos ―aquí creo que también he de decir que no a todos―. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.
Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:
― ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡bien! ¡mucha suerte!
Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:
― ¡A sus órdenes, señor diputado!
Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.
Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.
- Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista, presidente de Unión Romaní