La pandemia de la COVID-19 está permitiendo conocer lo mejor y lo peor de personas y colectivos en todos los ámbitos de la actividad humana, hemos asistido a muestras de solidaridad personal que nos han conmovido y a muestras de insolidaridad que nos han dejado perplejos, hemos comprobado que el voluntariado es capaz de sobreponerse al temor para seguir asistiendo a personas en situación de necesidad o dependencia, y hemos visto emerger empresarios que han sabido superar la disyuntiva entre proteger la salud y la economía.
Miquel Roca Junyent escribía el 19 de mayo pasado en La Vanguardia que el debate entre el derecho a la salud y el derecho al trabajo era una simplificación interesada para mostrar posiciones ideológicas de izquierdas priorizando la protección del derecho a la salud y las posiciones más conservadoras o liberales preocupadas por el conflicto social que podría derivarse de la paralización de la economía.
Reflexionaba Roca sobre la necesidad de salvaguardar la salud buscando los límites que no sacrifiquen el derecho al trabajo, apuntando que ese equilibrio no dependía sólo de decisiones políticas y administrativas, sino también de actuaciones responsables por parte de todos.
Y ha sido curioso seguir intervenciones públicas que se iban encadenando de responsables políticos, económicos o sociales, en las que se argumentaba ese criterio de no car en la dicotomía entre salud o trabajo para defender las posiciones propias, especialmente cuando el debate se ciñó a cómo y cuándo acceder a las sucesivas fases de desescalada del confinamiento impuesto para combatir la pandemia.
En ese escenario de divergencia, que en algunas comunidades autonómicas se ha expresado con gran crudeza, ha emergido un movimiento ciudadano bajo el lema «Damos La Cara» (#DamosLaCara), que sus impulsores describían como «poner en valor el compromiso de trabajadores y empresarios de las empresas familiares con sus proveedores, clientes y toda la sociedad», que cobraba especial relevancia en el ámbito local, y se asentaba en la necesidad de «recuperar el terreno perdido» durante el confinamiento con la aportación tanto del sector privado como del sector público, para «asentar las bases de un escenario sólido».
Argumentan desde este movimiento la necesidad de «dar la cara» que en España el 89 por ciento de las empresas son familiares, el 67 por ciento del empleo privado en España lo genera la empresa familiar, que aporta el 57,1 por ciento del PIB en el país y mantiene 16,7 millones de puestos de trabajo.
Añaden que la longevidad media de las empresas familiares es de 33 años, mientras que en las empresas no familiares la media es de doce años, y que las empresas familiares han demostrado ser las más solidarias, resistentes y las que más han invertido en tiempos de crisis, llegando incluso a renunciar a beneficios y dividendos para mantener los niveles de empleo y condiciones laborales dignas.
En el Instituto de la Empresa Familiar (#EmpresaFamiliar) avalan estos datos con múltiples estudios económicos e informes de coyuntura empresarial que permiten poner en común el conocimiento y experiencias acumuladas.
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Pero conviene no quedarse en un texto descriptivo, sino entrar en los múltiples mensajes que se están enviando a la sociedad desde este movimiento, para asumir que conceptos que se han puesto de moda en la última década, como emprendimiento, trabajo colectivo, compartir recursos, responsabilidad social y otros que manejan con desparpajo los gurús de la nueva economía, son patrimonio de estas empresas familiares que alcanzan más de tres generaciones del mismo apellido, entroncadas en la mayoría de los casos a entornos geográficos muy concretos, pero que han sabido utilizar las nuevas tecnologías para no perder el paso de la globalización.
La campaña es visible en las redes sociales de Facebook, en la cuenta @Damoslacara, y en Twitter en @Damoslacara_