Juan de Dios Ramírez-Heredia1
Estoy en la estación de Atocha, en Madrid, esperando el tren de media distancia que me llevará a Talavera de la Reina para participar en uno de los cursos organizados por Unión Romani en colaboración con la Universidad de Castilla-La Mancha. Y de pronto veo, en una de las múltiples pantallas de TV que pueblan la estación, a unas mujeres famosas que promocionan la Campaña de Recogida de Alimentos que tendrá lugar dentro de unos días en toda España.
Me he parado para verlas y oírlas y cuando han terminado de lanzar su mensaje he notado que lo que decían había logrado dañarme interiormente. Anoche cené en un sencillo restaurante de la Gran Vía unas gambas al ajillo y cuatro pequeñas tortillas de camarones. Buenísimas. Luego me fui a dormir para estar en condiciones hoy de cumplir con mi compromiso en Talavera.
Que poco me podía imaginar que la Campaña de Recogida de Alimentos hubiera podido establecer una conexión tan directa con las tortillitas de camarones que unas horas antes había degustado antes de irme al hotel. Trataré de explicarlo.
El hambre tal vez sea la peor lacra que puede padecer una persona o una parte de la sociedad. Muchas veces he dicho que difícilmente puede hablar con propiedad del hambre y del frío quien nunca lo experimentó. Y este no es mi caso como no lo ha sido para miles de personas. Los años de mi infancia y mi primera juventud están fuertemente marcados por el recuerdo angustioso de mi pobre madre, viuda desde muy joven, intentando engañar al Lucero del Alba para conseguir llevarnos, a mí y a mis hermanos, un trozo de pan que llevarnos a la boca. Hoy día, para los jóvenes que han nacido fuera ya de aquella época de absoluta miseria, debe ser muy difícil imaginar como puede ser la vida cuando la necesidad más imperiosa, la ilusión más inmediata y esperanzadora es la de tener al mediodía un plato de cualquier cosa caliente que llevarte a la boca.
Naturalmente que a uno no le sorprenden ya los datos estadísticos que ponen de manifiesto lo terriblemente mal que lo están pasando millones de personas en el mundo. Nos lo dicen tantas veces que parece como si nuestra conciencia se cerrara para no tener que pensar que para poner remedio a esa injusticia también nosotros tenemos algo que hacer. Y siempre aparece el biombo que nos impide ver que el hambre es el mayor riesgo para la salud en el mundo y que el hambre mata cada año a más personas que el SIDA, la malaria y la tuberculosis juntos.
Pero de pronto, esta mañana, en la estación de Atocha, la actriz María Adánez nos dice que “quizás no lo veas, pero en España una de cada tres personas está en riesgo de exclusión social, una de cada diez sufre pobreza severa y, entre las que trabajan, una de cada siete es pobre”. Y Ana Rosa Quintana, quien es periodista, nos recuerda que “la brecha social crece, la pobreza aumenta y que nuestra ayuda sí se ve, y por eso este año es aún más necesaria.” Y Gema Hassen-Bey, quien es una Atleta Paralímpica, una mujer de retos difíciles, nos recuerda que “los más pobres necesitan de nuestra ayuda porque es con lo único que cuentan”.
Anoche me comí cuatro tortillitas de camarones cuando todavía no tenía conocimiento de la Campaña de Recogida de Alimentos. Pero, créanme, como en una premonición, esas tortillitas me situaron de nuevo en mi pueblo, en Puerto Real, precioso enclave marinero de Cádiz, bañado por el Atlántico, cuando mi pobre madre, gitana valiente y emprendedora donde las haya, nos hacía tortillitas con camarones cuando la pobre había logrado agenciarse un poco de harina, un chorrito de aceite, unas hojas de perejil y un «puñaito» de camarones. Y, ¡Señor, buenas estaban! Aquellas tortillitas eran como lanzas de acero contra el hambre, eran torpedos, elaborados por las manos más pobres de la tierra, lanzados contra el espantajo de la marginación y la pobreza extrema.
Pero hoy, en este año tan convulso por tantos acontecimientos dolorosos imprevistos, o por otros esperanzadores como siempre lo son los momentos de unas nuevas elecciones, alguien nos recuerda que el hambre sigue ahí. Que la están padeciendo muchas familias, muchos niños, muchos ancianos. Quienes saben de estas cosas dicen que para llevar una vida sana, una persona necesita consumir cada día unas 2.100 calorías. Y que cuando esa energía no existe el cuerpo se debilita. Lo dicen los médicos: “Una mente con hambre no puede concentrarse, un cuerpo con hambre no toma la iniciativa, un niño hambriento pierde todo el deseo de jugar y estudiar. Privados de la nutrición adecuada, los niños con hambre son especialmente vulnerables y se vuelven demasiado débiles como para luchar contra la enfermedad y pueden morir por infecciones comunes como el sarampión y la diarrea”.
La semana pasada estuve en San Sebastian y los gitanos de la Asociación AGIFUGI me enseñaron una habitación donde tenían bien ordenados y clasificados los alimentos que luego repartirían entre las familias más necesitadas del lugar. Por eso, mientras este miserable mundo no sea capaz de redistribuir más equitativamente los recursos, la receta tal vez sería garantizar que a nadie le faltara cada día su ración de tortillas de camarones.
- Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista, presidente de Unión Romani