Con la llegada de la democracia los españoles elegimos por primera vez en muchos años a un Presidente de Gobierno que se llamó Adolfo Suárez, un señor bien parecido, con buena planta y sonrisa teresiana que procedía del pueblo abulense de Cebreros, famoso por sus carnavales, por lo que no es de extrañar que se presentara de esta guisa en el Parlamento dispuesto a poner un poco de orden, porque aquello de que más que a un hemiciclo se parecía al Corral de la Pacheca, un lugar donde hablaba todo el mundo y no escuchaba nadie.
Se decía en los mentideros de la Villa y Corte que Adolfo Suárez se parecía un poco al pintor El Greco, pero con la diferencia de que mientras el griego empleaba los pinceles y la espátula para dar brochazos, el Presidente Suárez cogía el as de bastos en forma de ley y ponía orden en un país que poco a poco iba aprendiendo nuevas formas y costumbres de comportarse, como eran por ejemplo tirar de la cadena en el escusado, no escupir en el suelo los restos de gamba o utilizar para limpiarse la nariz unos pañuelitos de papel llamados clínex o tisúes, puesto que hasta entonces habíamos usado los consabidos pañuelos-moqueros de toda la vida, o un refajo de la camisa con excelentes resultados.