A falta de libertades, en aquel tiempo te tenías que meter a cualquier organización para poder pertenecer a algo, o hacerte monaguillo. Lo cierto y verdad es que un tal Felipe González, famoso por sus zamarras de pana y un morrito que daba el cante, fue el segundo Presidente de Gobierno que tuvimos en democracia.
Procedía el moreno de una Sevilla de eche usted romero, que va a pasar la Virgen, donde haría los primeros pinitos políticos en la clandestinidad junto a un grupo de amigos conocido en clave secreta como “el clan de la tortilla”, para disimular. Eran al parecer consumados expertos en la cosa de la sartén y los huevos, pero eso sí, dicen las abuelas del lugar que después de cada merienda dejaban el parque de María Luisa hecho una penita.
Utilizaban las reuniones y nombre en forma de clave para despistar a los servicios secretos tanto de la CIA como de la KGB, interesados al parecer en la fórmula del huevudo condimento.
Además de abogado, Felipe González era hijo de vaquero, esto es, que cuidaba vacas, por lo que no es de extrañar que al llegar al Parlamento a tomar posesión del cargo confundiera a los leones de la puerta con unas vacas de tu tierra y se liara a latigazos como si de un Indiana Jones cualquiera se tratara.
La cosa cambiaría al llegar a la Moncloa, donde su esposa, Carmen, le pondría las pilas, como a todo hombre que se precie, y no miro a nadie.