Muchos de los que éramos voraces lectores de Literatura en la adolescencia, nos enamoramos de París en la distancia gracias a este libro y a otros, entre los que recuerdo el del poeta Alfred de Musset, «Confesión de un hijo del siglo». Los dos, el de Musset y el de Henry Murger (varios tomitos en cada caso), forman parte de mi primera biblioteca y ambos corresponden a las viejas, modestas y pulcras ediciones de la Colección Universal de Calpe, publicadas en los primeros años veinte. Los compré, obviamente, en librerías de viejo y con las páginas intonso.
Acabo de volver a leer, al cabo de tantos años, «Escenas de la vida bohemia», en una edición no menos cuidada de Ed. Montesinos, y puedo asegurar que si no fue tan intensa la lectura como la primera vez, la historia me volvió a atrapar desde el principio, si se excluye un prefacio bastante indigesto. Comprendo por eso que Puccini, tras terminar la lectura de esta novela -una de las más leídas del siglo XIX y primeras décadas del XX- se sintiera llamado a componer una de sus más conocidas óperas, La boheme. Aki Kaurismäki también la llevó al cine muchos años después, en 1992.
Henry Murger (1822-1861) debe su nombradía sobre todo a este libro, con haber sido también un poeta muy estimable. Su vocación literaria lo arrojó a la bohemia a la muerte de su madre y por desavenencias con su progenitor. Los primeros capítulos de sus Escenas se publicaron en la revista El Corsario en 1847 y cuatro años después subieron al escenario del teatro Odeón. El escritor, por lo tanto, narra y describe en su libro un ambiente y unos personajes con los que pudo convivir en su juventud. De ahí que se pueda permitir una cierta ironía y un humor hasta sarcástico al detallar algunos lances de las adversas circunstancias descritas, sazonados con algunas pinceladas de solidaria simpatía hacia los cuatro protagonistas de la historia: el músico Shaunard, el poeta Rodolphe, el pintor Marcel y el filósofo Colline
Como se puede leer en la introducción de una de esas meritísimas ediciones de Calpe, las incidencias que se suceden tienen la fuerza de las vivencias experimentadas, que tras el celaje del recuerdo cobran un inevitable tinte romántico que suaviza los contornos de la penosa realidad. Fue Murger en su tiempo el novelista de los humildes y apenas gozó de las dulcedumbres del triunfo, pues fue víctima -como se dice en esa misma introducción- de una dolencia reliquia de sus años de bohemio. El autor dejó escrito: “La Bohemia es el estado de la vida artística; es el prefacio de la Academia, del hospital o del depósito de cadáveres”.
La bohemia que consta en estas Escenas del escritor francés es -en sus palabras- la bohemia mal conocida por los puritanos del mundo, vituperada por los puritanos del arte, insultada por las medianías, «que no tienen bastante clamor, bastantes mentiras ni bastantes calumnias para ahogar la voz y los nombres de los que llegan por este vestíbulo de la gloria, uniendo la audacia a su talento. Bohemia, suma, con su vida encantadora y terrible, con sus victorias y sus mártires. Y en la que no debe penetrarse más que cuando se está dispuesto a padecer la implacables ley del vae victus».
Añadiremos -con Henry Murger también- que esa bohemia no existe o existía, ni era o es posible más que en París. Por eso París está, desde que en la adolescencia leímos a Murger, en nuestro corazón, cuando esas Escenas suyas tenían que arraigar naturalmente ahí .