Érase un país envilecido por la ausencia de moral pública. Érase un país infectado medularmente por la corrupción. Érase un país “sobrecogedor”.
Lucas León Simón
Los políticos, ungidos, eran comisarios del latrocinio. Los personajes de los cuadros se robaban entre sí en los museos. El presidente del gobierno habitaba en el plasma. Habían mal liquidado un modelo de estado, destrozado los derechos laborales, privatizado la sanidad y machacado, sirviendo a criterios clasistas, la educación.
El único afán de los gobernantes era robar, enriquecerse, cobrar dietas y sobresueldos, provenientes de los sobornos de empresas beneficiarias de contratos públicos de la administración. Habitaban en su nube y a distinta escala. El dinero sobornable accedía desde las modestas concejalías de urbanismo de pueblo hasta las presidencias o ex, pasando por autonomías, consejerías, ministerios y un arroz guisado con tinta de asesores, enchufados a la norma y al trinque.
Había 300 políticos procesados por delitos varios de corrupción que aún seguían gobernando, con coche y despacho oficial. Un trasiego permanente de maletines y cuentas a Ginebra, el cinismo en estado puro habitando en las alturas y los viejos caciques varados en su cuenta cifrada.
Todo, en el país de la desgracia, era mentira. Los medios de comunicación estaban comprados por la banca y los banqueros, habían estafado 68.000 millones en burbujas, palas y azadones, el agujero lo pagaba el pueblo, frito a impuestos y recortes, de sueldos, derechos y viviendas en desahucio.
La Iglesia, sus cardenales, obispos y curas rasos no pagaban nada. Dictaban sus políticas anacrónicas en comunión perfecta con ministros ultras, ponían la mano 10.000 millones de veces al año y se quedaban con sus inciensos.
Eran bochornosamente mediocres. La ministra de Sanidad, por más que lo intentaba, no sabía decir “terapéutico”, el de Educación era la tinta de un calamar, el de Interior, comulgaba tres veces al día antes de repartir ostias en las manifestaciones.
Pequeños sensaciones diarias creaban el típico olor de la podredumbre. Todo olía a podrido en Dinamarca y el aquel país de “la segunda ya, tal”.
Las turbulencias de la mente eran primarias, el presidente, un gay de la onda retrógrada, no salía del armario, atravesando el inconsciente salió la voz de Isaías, “cuando el Señor lave las inmundicias de las hijas de Sión, y limpie la sangre de Jerusalén, de en medio de ella, con espíritu de juicio y con espíritu de devastación”.
Y en esas estamos, esperando la devastación. En medio de la inmundicia.