Si alguna metáfora sirve para definir las constantes de la política exterior de Donald Trump, esta sería, sin duda, la del “elefante en una tienda de porcelana”. Animado por los impulsos intervencionistas de su principal asesor, el “halcón” John Bolton, el actual inquilino de la Casa Blanca estaría dispuesto a contemplar una acción militar contra el Gobierno de Nicolás Maduro y, ¿por qué no? un ataque relámpago contra los centros de investigación nuclear de la República Islámica de Irán.
Un enfrentamiento armado en toda regla, susceptible de acabar con el ya de por sí frágil equilibrio estratégico de Oriente Medio.
En las últimas horas, Washington ha decidido reforzar su presencia en el Golfo Pérsico. Portaaviones, destructores, barcos de transportes de tropas, bombarderos B–52, cazas F–35, baterías de misiles Patriot fueron enviados en la región tras el anuncio por parte de Irán de reducir su compromiso con el acuerdo nuclear de 2015, denunciado unilateralmente por la Administración estadounidense hace exactamente un año. Si bien Trump considera que la Casa Blanca tiene sobrados motivos para renunciar al Plan Integral de Acción (PIAC) negociado por las potencia internacionales – Norteamérica, Reino Unido, Francia, Alemania, Rusia y China – con el régimen de los ayatolas y adoptar sanciones económicas contra el régimen iraní, la decisión de Teherán de responder con la misma moneda se torna en una imperdonable afrenta.
“Nosotros no tratamos de perjudicar a los iraníes”, se apresura a afirmar el presidente de los Estados Unidos, quien añade, cambiando rápidamente de registro: “Si Irán quiere negociar, que me llamen”. Mientras, los refuerzos militares se dirigen hacia la Península Arábiga y las aguas territoriales de la República Islámica.
Al igual que en el caso de Venezuela, la Administración Trump comete el error de subestimar el poder de convocatoria de la cúpula iraní, alegando que el país se halla al borde de la bancarrota y que sus pobladores no dudarán en rebelarse contra el régimen autocrático de los ayatolas. Obviamente, los asesores de la Casa Blanca ignoran los sentimientos nacionalistas del pueblo iraní.
Huelga decir que gran parte de la responsabilidad por este estado de cosas recae sobre el Gobierno de Tel Aviv y, más concretamente, sobre el primer ministro Benjamín Netanyahu, heredero de la política de “mano dura” con Irán inaugurada hace dos décadas por su antecesor, Ariel Sharón. En efecto, Sharón fue el primero en exigir el desmantelamiento o la destrucción de las instalaciones nucleares iraníes, considerándolas un peligro potencial para la seguridad y la supervivencia del Estado judío. Sin embargo, la Administración estadounidense optó por hacer oídos sordos.
Netanyahu cogió el relevo a partir de 2012, cuando advirtió públicamente sobre el peligro del programa nuclear iraní. En una intervención ante el Congreso de los Estados Unidos, en marzo de 2015, el mandatario israelí afirmó que el acuerdo nuclear con Teherán no iba a impedir que Irán desarrolle armamento nuclear, sino más bien todo lo contrario. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca agilizó las relaciones con los ultraconservadores Israelíes.
Al anunciar su decisión de “reducir el compromiso” con el acuerdo nuclear de 2015, los iraníes se reservan el derecho de seguir almacenando uranio enriquecido y agua pesada, indispensables para la buena marcha de su programa nuclear y proseguir el desarrollo de misiles de corto y medio alcance, que podrían alcanzar objetivos estratégicos tanto en la región -Arabia Saudita o Israel– como en algunos países balcánicos como Rumanía, Bulgaria, Albania, Serbia.
Hay quien especula también con la renuncia al Plan Integral de Acción Conjunta (PIAC) e incluso con la hipotética retirada del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.
Los estrategas de Washington temen un posible cierre del estrecho de Ormuz, lo que impediría el transporte de crudo procedente de otros países del Golfo. De ahí la aparente precipitación del Pentágono de reforzar la presencia naval estadounidense.
Los iraníes tratan de esquivar el boicot americano abriendo canales alternativos con sus aliados de siempre: Rusia, China y Turquía.
Europa, que facilitó el advenimiento de la República Islámica al participar activamente en 1978 al derrocamiento del Shá de Persia, se halla ante la disyuntiva de reimponer las sanciones económicas anunciadas por Trump o adoptar una serie de medidas destinadas a proteger los intereses de sus multinacionales que operan en Irán: Total, Airbus, Siemens, Peugeot, eventuales damnificadas por la decisión de Washington.
En este caso concreto, cabe la posibilidad de recurrir al llamado Estatuto de Bloqueo, elaborado por Bruselas para evitar las sanciones impuestas recientemente a Cuba, así como a un mecanismo de pagos para eludir el control financiero estadounidense.