Bergoglio defendió en Río el sentido ético del diálogo ecuménico
Aunque nada más sea por la enorme contribución que ha hecho a la sensatez defendiendo la laicidad del Estado, el papa Francisco merece el mayor de los respetos y el más entusiasta de los elogios. Sin duda ha sudado la camiseta en Río de Janeiro, como invitaba a hacer a los jóvenes que le han acompañado en la JMJ. Otro estilo, otro lenguaje, otra forma de relacionarse con la gente, ¿otra Iglesia? Esto último está por ver.
Ni las formas ni las palabras del papa Francisco dejan indiferentes a nadie. Ni a las élites políticas e intelectuales de Brasil a quienes ha prestado escasa atención; ni a los lobbies económicos, a los que ha denunciado sin ambages; ni al clero, al que ha retado a salir de los templos para desarrollar su ministerio en la favelas y entre las clases más depauperadas; ni a la curia romana, que observa con espanto los misiles que lanza contra la sacrosanta estructura milenaria de su propia Iglesia; ni los millones de antiguos católicos que salieron desencantados de su Iglesia, para unirse a las comunidades evangélicas, en las que han encontrado respuesta a sus inquietudes espirituales.
El papa Francisco justifica la defección de sus fieles porque “han perdido la confianza en la política por el egoísmo y la corrupción de los gobernantes y hasta la fe en Dios por la incoherencia de la Iglesia”. Y, en este punto, lanza un llamamiento para recuperar a quienes han buscado refugio “en los nuevos y difusos grupos religiosos”, haciendo mención indirecta a las iglesias evangélicas, sin olvidar el avance del ateísmo.
Es indudable que Bergoglio tiene los pies en la tierra, al margen de las discrepancias teológicas o eclesiales que podamos mantener con el tipo de Iglesia que representa; el papa de Roma, más latinoamericano que romano, aboga por una Iglesia conectada con la comunidad primitiva, capaz de producir propuestas para la edad adulta, dejando a un lado las adherencias y el oscurantismo de la larga y nefasta Edad Media que culmina en los concilios de Trento y Vaticano I e impregnan la estructura del propio Vaticano, como sede y símbolo del catolicismo universal. Por extensión, alcanza a muchas conferencias episcopales, entre ellas, de manera sobresaliente, a la Conferencia Episcopal Española, tan alejada de hacer suya la recomendación del papa de respetar y promover la laicidad del Estado a fin de hacer posible un verdadero y genuino diálogo interreligioso en un marco de respeto mutuo y al margen de privilegios heredados del franquismo; una Iglesia, la católica española, que mantiene con uñas y dientes sus privilegios por encima incluso, del mandato constitucional. “Un regreso radical a los orígenes”, propone el papa. A ver si alguien desde dentro le hace caso. Tampoco estaría de más escuchar esa llamada desde fuera. No alejarse de la sencillez, propone el papa. Está bien, aunque mejor no alejarse de Jesucristo. Y con él, comprometerse con la sencillez, con la autenticidad.
El papa Francisco ha dado, está dando, pasos de gigante. A ver si le dejan seguir avanzando y a ver hasta donde es capaz de llegar. Pasos en el camino hacia la autenticidad. Desde luego, cuenta con nuestro aplauso y admiración, si mantiene el equilibrio y el respeto hacia otras expresiones religiosas.
La estética es el rostro de la ética, al igual que la ética es el escaparate de la fe. Lo que el papa de Roma ha ido a decirles a los jóvenes y, con ellos, a la sociedad contemporánea, es que la fe no puede ni debe estar reducida a meras formulaciones litúrgicas y que una cosa es la Iglesia institucional y otra muy diferente la Iglesia que aglutina a los seguidores de Jesús de Nazaret; un mensaje valiente, porque se trata de un mensaje evangélico, en el sentido más genuino que podamos darle a esta palabra.
Mucho camino le queda por recorrer al papa Francisco si es que quiere volver a las esencias del Evangelio. Otra cosa es el grado en que pueda lograrlo. Hoy toca reconocer el esfuerzo llevado a cabo; el talante demostrado; el mensaje de renovación transmitido. Y, de forma especial, valorar esas palabras de normalidad insistiendo en la necesidad de dar a César lo que es de César y a Dios, lo que es de Dios; en otras palabras, un cántico hacia la separación de la Iglesia y el Estado, hacia los valores sociales y humanos de la laicidad como espacio de convivencia.
Si todos los Papas hubieran sido de este talante desde que nací (en el 52…) casi seguro que seguiría siendo católico, o por ,o menos le tendría más respeto a la iglesia…