Pablo San Román¹
Un soldado ruso caminaba unos metros por delante. La escena, el pasado 25 de noviembre (2021), era como una premonición de lo que podía pasar tres meses después.
Yo había asistido la víspera al partido Sheriff Tiraspol-Real Madrid, de Champions League. Y me disponía esa mañana, tras un llevadero madrugón, a tomar una furgoneta a Odessa, a solo 104 km al este, ya en Ucrania. Tiraspol, geográficamente en Moldavia, es la capital de Transnistria, una región autoproclamada independiente, con su propia moneda y frontera, con el apoyo y vigilancia de dos mil soldados rusos.
¿Hacia dónde se dirigiría el soldado? La respuesta llegó pronto. El militar se metió en uno de los cuarteles del ejército ruso en la ciudad. Y yo seguí mi marcha, hacia la estación de autobuses de Tiraspol.
Me separaban de ella todavía unos 800 metros. Atravesé un parque y llegué. Ya tenía comprado el billete, que me había costado apenas dos euros, pagados con el equivalente en rublos transnistrios, en este territorio, incluido en los mapas de Moldavia, no reconocido por la comunidad internacional como independiente, pero independiente a todos los efectos, con la vigilancia y apoyo de Putin y los soldados rusos.
En la estación, con varias furgonetas preparadas para llevar viajeros a diferentes puntos, me quedaban veinte minutos de espera. Me aprovisioné de un pequeño desayuno para alimentarme en el trayecto. Pero me di cuenta que podía comerlo allí y me instalé en una mesa ante la mirada interesada de un perro y un gato, atentos a cualquier miga que desperdiciara.
La bella Odessa
Ya en la furgoneta, un poco más de tres horas después, con una larga parada en aquella frontera ficticia en que tuve que mostrar mis documentos a los policías transnistrios y ucranianos, llegué a la bella Odessa. Yo era el único pasajero disonante en aquel viaje, en el que predominaban comerciantes y ancianos, que iban a visitar a familiares, entre la docena de viajeros.
Mi hotel se encontraba en la calle Derybasivskaya, la principal arteria peatonal de la perla del Mar Negro. Mostré la dirección al conductor, que me hizo una señal con el dedo pulgar. Paró en un semáforo y me indicó con gestos que tenía que seguir caminando hacia la izquierda.
Dos kilómetros y aproximadamente treinta minutos de marcha después, llegué a mi destino. Posé mi mochila en una holgada y cómoda habitación y me lancé raudo y ansioso a visitar las famosas escaleras donde se rodó una escena de referencia del cine, en la película ‘El acorazado Potemkin’.
Estaba apenas a unos ochocientos metros de mi albergue. Bajé y subí aquellas míticas escaleras varias veces, extasiado ante aquel lugar histórico del séptimo arte. Frente a ellas, el puerto de Odessa. Vacío. Un fuerte viento soplaba de cara y un hotel inmenso, cerrado por la crisis del covid, se erigía frente al mar.
Tras mi paseo bautismal cinéfilo, todo lo que viniera después era un regalo. Y en dos días y medio descubrí un museo al aire libre llamado Odessa. Edificios barrocos y de diversos estilos se suceden en esta atractiva ciudad, la tercera en población de Ucrania, ante mis agradecidos ojos.
Entablé conversación con parte de la población en el interior de bares o cafés. En algunas partes, mis oídos reconocieron el idioma ruso. Leyendo en mi habitación del hotel, descubrí que en la ciudad la población está dividida entre un 61,6 por ciento de ucranianos, un 29 por ciento de rusófonos y un 10 por ciento de otros orígenes de la antigua URSS. Todo un puzzle.
Cuando cogí la furgoneta de regreso, esta vez sin pasar por Transnistria, sino por la frontera moldava con destino a Chisinau, me apenó dejar aquella preciosa ciudad. Poco imaginaba que tres meses más tarde, un ejército invasor llegaría allí. Y me viene a la mente, ese soldado ruso que caminaba delante de mí en mi camino a la estación de Tiraspol. No a la guerra. Fuerza Odessa.
- Pablo San Román, periodista de la AFP (París)