Recuerdo que hace unos años, al regresar de mis periplos por tierras de Oriente, recibí un extraño y, confieso, muy apetecible encargo de una universidad española. Se trataba de dirigir un seminario sobre Información y propaganda en el conflicto de Oriente Medio. Una cuestión relativamente sencilla para un conocedor en la materia, pero que implica un detenidísimo estudio, teniendo en cuenta el perfil de los participantes: jóvenes estudiantes con escaso conocimiento de las relaciones internacionales. Si bien el conflicto en sí requiere una explicación multidisciplinaria, la cuestión de la propaganda, de la argumentación de las partes, podría resultar espinosa, cuando no excesivamente árida.
Reconozco que había minusvalorado el potencial de mis estudiantes al abordar el tema del funcionamiento de los servicios secretos. Sí, los servicios secretos. Se me ocurrió aludir a un incidente registrado durante el verano de 1982, es decir, durante la guerra de Líbano, cuando en las aceras de una céntrica calle de Tel Aviv aparecieron varios legajos de documentos top secret extraviados por uno de los servicios secretos del Estado judío.
¿Qué significa “uno”, profesor? ¿Cuántos servicios secretos hay en Israel? Trece, contesté sin pestañar. ¿Trece? Pero si en mí país también hay trece, repuso un estudiante árabe, procedente, cómo no, de un país vecino de Israel. Finalmente, llegamos a la conclusión de que la mayoría de los Estados de la región contaba con sus doce o trece estructuras supersecretas que, en realidad, se espiaban recíprocamente. Se trataba de una tarea fácil, puesto que todos utilizaban los mismos métodos.
Un breve recorrido –nos limitaremos al siglo pasado– refleja la evolución de los términos empleados para definir las técnicas de propaganda de los servicios secretos. A comienzos del siglo XX, los espías propagandistas de la Francia republicana y el Imperio Prusiano apostaban por el vocablo intoxicación. En el período entre las dos Guerras Mundiales –los años 20 y 30– solía emplearse la expresión propaganda o propaganda militar. Durante la guerra fría, se puso de moda la palabra información seguida, por contraste, por la desinformación. Difícil lenguaje, el de los propagandistas, resumido por el 45º presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, por la expresión simplista y populachera fake news (noticias falsas o mentiras).
Descubrí el significado de las llamadas fake news en el verano de 1974, durante la invasión de Chipre por el ejército turco. La misión del corresponsal de guerra resultaba difícil. Los combatientes de ambos bandos tenían el gatillo fácil; cruzar la línea verde era una autentica aventura. Los francotiradores emboscados en los cuarteles de la Guardia Nacional estaban esperando ansiosamente su momento de gloria. Matar a transeúntes, periodistas, diplomáticos, personal humanitario se había convertido en una broma inocente. Contarlo… Sí, he tenido esta suerte.
Aquella mañana de verano, un alto funcionario de la Presidencia del Gobierno turco destacado a la isla nos acompañó en el misterioso viaje hacia Famagusta; una travesía de veinte minutos que duró más de dos horas. Paramos en un descampado, junto a dos bulldozers custodiados por el ejército turco.
Hemos descubierto dos fosas comunes; aquí hay más de cien cadáveres de campesinos turcos (turcochipriotas) asesinados por los bestias del EOKA. Los bulldozers empezaron a desenterrar los cuerpos. Contamos ocho, diez, doce cadáveres: hombres, mujeres, niños. Nuestro acompañante nos aseguró que los militares identificaron más de cien cuerpos. El lúgubre espectáculo del desentierro de cadáveres – los mismos cadáveres – duró hasta la primera hora de la tarde, cuando apareció el noveno equipo de televisión de la BBC. Los bulldozers dejaron de funcionar; el show propagandístico había terminado. Los vivos y los muertos nos tomamos el merecido descanso.
Aquel día decidí titular la totalidad de mis crónicas chipriotas con el mismo encabezado: Los horrores de la guerra.
Volví a la isla veinte años más tarde. En el descampado se erige un memorial; el memorial de las víctimas de la barbarie del EOKA, equivalencia, si se pretende, del siniestro batallón ucranio Azov. Varias fotos de la época, amarillentas y de dudosa calidad, ilustran el trágico acontecimiento de aquel verano de 1974. Pero si ese eres tú, exclama mi compañero de viaje, un catedrático con excesivos conocimientos meramente académicos, sorprendido al reconocer a aquel joven con la mirada perdida, que dejó de ser un inocente periodista hace 48 años, en la Isla de Afrodita.
Los horrores de la guerra. Me acordé de aquel episodio de mi vida hace unos días, al descubrir en la pequeña pantalla de mi casa las impactantes imágenes de la masacre de Bucha. Esta vez, con la mirada del veterano informador, curtido en escenas de guerra, la vista de cadáveres, fosas comunes, victimas de atentados, de aberrantes combates y ejecuciones someras.
Sin querer, o tal vez voluntariamente, he asociado las expresiones horrores de la guerra y fake news. Que los muertos me perdonen.
Otras posibilidades y comparaciones posibles, aparte del batallón Azov: el Batallón Varyag (fascistas rusos), sus colegas del Movimiento Imperial Ruso, los de la Unidad Nacional Rusa, a la que pertenece Pavel Gubarev, autoproclamado gobernador de Donetsk, el famoso grupo paramilitar mercenario Grupo Wagner, etcétera.
Pero en su comparación repentina el autor de este texto, que dice tener «la mirada del veterano informador, curtido en escenas de guerra, la vista de cadáveres, fosas comunes, victimas de atentados, de aberrantes combates y ejecuciones someras», sólo cita un ejemplo comparativo: el batallón Azov, los fascistas ucranianos . Espero que en otra ocasión, al elegir uno de sus ejemplos, nos cite otro día la colección de grupos fascistas rusos que acompañan en Ucrania la aventura mortífera de Vladimir Vladimirovich Putin.
Para que sus comparaciones de apariencia espontánea sean un poquito más ecuánimes, nada más.