El primer paso para disipar las dudas y deshacerse de los errores, en el caso de la gramática y la lingüística, es admitir que se tienen, y el segundo, dedicarse a poner en práctica los conocimientos que fueron recibidos en la educación formal en todos sus niveles, que son básicos y elementales; pero permiten, si se les da la verdadera importancia, una aceptable expresión escrita y oral. ¡Manos a la obra!
Muchos de los artículos en esta publicación semanal y en otros medios, a lo largo de los casi treinta años ocupado en estos menesteres, han tenido como destinatarios directos los comunicadores sociales y los educadores, quienes por la naturaleza de su oficio, deben saber escribir y hablar bien, sin que ello signifique que deban convertirse en eruditos, aunque eso último no tendría nada de malo.
Deben ponderar el inmenso poder de inducción de los medios de comunicación social, que hace que todo lo que en ellos se escriba o se diga, mal o bien, tenderá a arraigarse en el vocabulario del común de los hablantes. Es preferible que ese enorme poder sea aprovechado de la mejor manera.
En mi caso, debo decir una vez más que no soy un experto en eso de escribir y de hablar bien, pues solo soy un preocupado por el buen decir. En tal sentido, de manera constante debo indagar para disipar mis dudas, en aras de satisfacer mi inquietud y las de un sinnúmero de personas que de manera regular me las expresan por diversas vías y, por lo regular, plantean situaciones sumamente importantes en el ámbito comunicacional escrito, que es en lo que me desenvuelvo con relativa facilidad. ¿Y por qué con relativa facilidad? ¡Porque en este aspecto, por más que se intente, nunca habrá un manejo absoluto!
Es fundamental que toda aquella persona cuya herramienta básica de trabajo implique la escritura y la expresión oral, como periodistas, educadores, locutores y otros profesionales afines, tenga presente que su desempeño tiene un fin, y ese fin no se alcanzará si el contenido está plagado de impropiedades ortográficas, verbales o de otra índole, que por lo general son fáciles de erradicar, siempre que se valore la importancia de escribir bien y hablar de mejor manera. He allí la necesidad de adoptar el hábito de la buena lectura, que tendría un doble aprovechamiento: se adquieren conocimientos en diversas áreas y permite familiarizarse con las palabras.
Esa familiarización permitirá conocer las palabras por la índole de la entonación (agudas, graves, esdrújulas y sobresdrújulas), que es el comienzo para adquirir soltura en eso de redactar. También permite distinguir la función que cada palabra cumple en la oración, además del uso de los signos de puntuación, indispensables para que lo que se escriba o se diga tenga sentido. De lo contrario, solo por adivinación podría entenderse.
A la luz de las tantas observaciones y recomendaciones vertidas en este trabajo de divulgación periodística semanal, muchas han sido las personas que las han asimilado, y en virtud de lo cual han experimentado un cambio que les permite distinguirse en su ámbito laboral; pero hay otras que no aceptan que el común de los mortales se atreva a enmendarles la plana.
Su escritura es monótona, y en muchos casos, carente de sentido; pero cuando alguien tiene la osadía de cuestionarles algo impropio, sacan a relucir los supuestos años de experiencia, de diez, quince, veinte o más. No colocan tilde en donde deber, y lo peor de todo es que la usan cuando no es necesario; no emplean coma ni aun en el más elemental de los casos, que es para separar elementos en serie: casa, carro, perro, gato, avión, nevera, etc.
Podrá sonarles mal que diga esto; pero una persona que diga que tiene veinte años en el oficio de comunicador social o educador, y que su escritura esté plagada de esas faltas, no tiene veinte años de experiencia, sino el primer año repetido veinte veces, y eso es otra cosa. Lamentablemente, esos casos abundan, y por eso es prudente que de cuando en cuando se les haga un recordatorio.
Un connotado periodista venezolano, creo que su nombre es Kotepa Delgado, acuñó la frase: «Escribe, que algo queda». En el caso que hoy les he comentado, y sin pretensiones de arrogarme la sabiduría del autor de la célebre frase, que sería imperativo pedir: «Lee, que algo queda».