Inventar palabras tiene sus riesgos

Los más recientes artículos de este trabajo de divulgación periodística, lo digo una vez más, han recibido varios comentarios que, aparte de elogiosos, son una evidencia de que a pesar de la generalizada apatía por mejorar la escritura y la expresión oral, existe un selecto grupo que se preocupa y se ocupa de hacer bien ambas cosas. ¡Esa ha de ser la actitud, bien por ellos!

Todo aquel que se precie de comunicador social o educador, debe tomar conciencia de la importancia de su labor, aunque lamentablemente hay diaristas y docentes, por lo menos en Venezuela, que se han conformado con lo que aprendieron en la universidad, y nadie los hace desistir. Pareciera que sus errores frecuentes, que yo prefiero llamar impropiedades, los hiciera sentir una especial e infinita satisfacción. A lo mejor exagero; pero es posible que sea así.

De los comentarios a los que he aludido en el primer párrafo de este artículo, me llamó la atención uno que me envió el colega periodista Héctor González Burgos, con quien tuve el honor de cursar estudios de Comunicación Social en la siempre recordada Universidad Católica Cecilio Acosta, en el núcleo de Barquisimeto. Héctor es un talentoso comunicador que ha entendido la importancia de su oficio, y por eso se esmera en desempeñarlo cabalmente. ¡Por eso se distingue!

Recientemente me hizo un interesante planteamiento respecto de una palabra que, si bien es cierto es perfectamente válida, en el contexto en que la oyó le parece que no es adecuada. Le prometí que haría un comentario al respecto, en función de evitar la formación de dudas y la propagación de situaciones viciadas. Ese comentario lo haré en otra entrega; pero el de hoy guarda relación con su inquietud.

Habrá quienes pudieran imaginarse que la Real Academia Española es la inventora de las palabras, y que para tal propósito reuniera a sus miembros en un salón parecido al que usa el Vaticano para elegir al papa. Ignoran que en materia de palabras, el inventor es el pueblo hablante, que las crea por necesidad expresiva. ¡No se les olvide eso!

Por desconocimiento de cuál es su función, muchos le atribuyen a la RAE una autoridad que no tiene. Es frecuente leer u oír que «la Real Academia Española aceptó la palabra guasapear», por ejemplo. Algunos la usan para describir la acción de enviar mensajes a través de WhatsApp; pero eso no implica que deba usarse porque así lo decidió la docta institución, dado que no es un tribunal para determinar cuál palabra usar y cuál no. Su función es meramente de registro, ante la realidad de que en determinados lugares de habla hispana, algunos hayan sentido la necesidad de apelar a guasapear para describir el hecho de enviar mensajes por esa vía. ¡Yo todavía no la he sentido, ojalá que no!

Y cuando digo que la invención de palabras tiene sus riesgos, me baso en el caso de muchas personas, que «con el deseo de deslumbrar con su fina prosa», se desviven por mostrar palabras dizque creadas por ellas, y en la mayoría de las veces caen en lo ridículo y producen risa; pero la que surge después de oír un chiste bobo.

No es cuestionable que un comunicador social o educador se esmere por escribir bien y hablar de mejor manera, pues esa es su obligación moral e inclusive legal; pero cuando se ponen a alardear de muy creativos, la situación pudiera tornarse lamentable, a menos que la intención sea humorística.

En Venezuela, Rómulo Betancourt era muy dado a inventar palabras, que utilizaba con varias intenciones, entre esas, la de desacreditar a sus adversarios. Lo hacía con vehemencia y con gran dosis de humor, lo que hizo que muchas se lexicalizaran. Betancourt, aparte de político y estadista, fue un gran humorista, quizás sin habérselo propuesto.

Otra cosa que es altamente riesgosa, es la utilización de palabras cuyo significado se desconozca, solo por aparentar ser muy cultivado. Hay muchos que tienen esa fea y mala costumbre, no solamente periodistas o educadores, sino otros a los que les gusta adornar su prosa, que por lo general no lo logran.

No es cuestionable que alguien se preocupe por mejorar cada día su escritura y expresión oral; pero cuando esa preocupación se basa en el desconocimiento, en la ignorancia y en la necedad, el resultado podría ser dañino. ¡Así que, usted decide!

David Figueroa Díaz
David Figueroa Díaz (Araure, Venezuela, 1964) se inició en el periodismo de opinión a los 17 años de edad, y más tarde se convirtió en un estudioso del lenguaje oral y escrito. Mantuvo una publicación semanal por más de veinte años en el diario Última Hora de Acarigua-Araure, estado Portuguesa, y a partir de 2018 en El Impulso de Barquisimeto, dedicada al análisis y corrección de los errores más frecuentes en los medios de comunicación y en el habla cotidiana. Es licenciado en Comunicación Social (Cum Laude) por la Universidad Católica Cecilio Acosta (Unica) de Maracaibo; docente universitario, director de Comunicación e Información de la Alcaldía del municipio Guanarito. Es corredactor del Manual de Estilo de los Periodistas de la Dirección de Medios Públicos del Gobierno de Portuguesa; facilitador de talleres de ortografía y redacción periodística para medios impresos y digitales; miembro del Colegio Nacional de Periodistas seccional Portuguesa (CNP) y de la Asociación de Locutores y Operadores de Radio (Aloer).

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