Antonio Álvarez de la Rosa[1]
En París y por aquellos días, solo ejercía de flâneur (de paseante, digamos) durante las tardes. Por la mañana, mi trabajo académico consistía en abrir surcos en el campo de la autobiografía literaria. Al mediodía francés –entendiendo por tal las doce de la mañana-, cumplía con la pausa laboral y con la sacrosanta costumbre de un demi de cerveza, o sea, de una caña a palo seco, sin tapa, para entendernos.
Frente a mi lugar de trabajo, una pequeña plaza, uno de esos remansos que sirven de oasis al ciudadano, y un bistrot de los «de toda la vida». Ese día que rememoro, me encontré a Jorge Semprún, café en mano. Cruzamos la mirada, pero la desvié rápido porque suponía que no se acordaría de nuestro encuentro en España un par de años antes.
Sabía de su memoria de elefante, pero no hasta el extremo de saludarme por mi nombre. Con la curiosidad que le caracterizaba, me preguntó por mis andanzas parisinas y, al enterarse de que me movía por los territorios autobiográficos y, en concreto, por la literatura concentracionaria, me recomendó, con la pasión del gran lector que era, una novela de la que, hasta ese momento, solo conocía su título. (Recuerdo ahora su consejo literario que leí, emocionado, en mi habitación del Colegio de España, alzando la vista de vez en cuando hacia los árboles que la rodean en la Cité Universitaire: La peau et les os (La piel y los huesos,1949), la novela de Georges Hyvernaud.)
Para fortuna suya, Semprún fue un apátrida cultural, «hice del exilio una patria». La realidad de sus dos escrituras en español y en francés, le otorgaron la condición de oteador de vastos horizontes culturales. En medio del tiovivo controlado de su memoria, en su obra afloran análisis de lo más actuales. Por otra parte, el conocimiento profundo de la lengua y la historia de Alemania, su currículum político conseguido en los sótanos de la clandestinidad, le convierten en voz autorizada, en testimonio de los dos horrores máximos del siglo veinte: el nazismo y el estalinismo.
Pocos meses después de la liberación, dice, «Buchenwald había sido reabierto por las autoridades soviéticas. Bajo control del KGB, había vuelto a convertirse en un campo de concentración». Lo siguió siendo hasta 1950 y el bosque que hoy embellece sus aledaños «cubría y ocultaba los cadáveres de esos miles de muertos, de esos miles de víctimas del estalinismo». Es decir, Alemania fue el escenario de las abyecciones totalitarias contra las que hay que fabricar, día a día, el antídoto democrático.
De ahí que Semprún propusiera «que la Alemania nueva, surgida de la doble tragedia del siglo veinye, anclada en Europa y anclaje posible de esta en el futuro, debía convertir Weimar-Buchenwald en un lugar de memoria y de cultura internacional de la Razón democrática».
Puesto que desde hace algunos años creo firmemente que nada se puede concluir sobre la condición humana, que debemos vigilarnos de continuo, me parece un signo de peligrosa ceguera pensar que la bacteria del Mal radical solo pudo y podrá producirse en laboratorios sociopolíticos similares al alemán de la década de 1930.
Es cómodo, pero muy peligroso, creer que la bondad se da en unos lugares y la maldad en otros. Es posible, me temo, que esta forma de pensar sea una tapadera para ahuyentar el fantasma de la vileza que todos llevamos en algún lugar, más o menos recóndito, de nuestra esencia.
Al calor político de estas últimas casi ocho décadas, innumerables caldos de cultivo desparramados por todo el planeta –totalitarismos, nacionalismos de variado pelaje, fanatismos velados o a cara descubierta — han logrado que esos embriones de maldad se hayan multiplicado y transformado en monstruos. ¿Hasta cuándo? Hasta siempre.
Cuando intentamos escudriñar, por encima de la ola de superficialidades que a diario nos sepulta, no alcanzamos a distinguir el grano de la paja. Ahí radica, creo, una de las grandes verdades que se contienen en el libro de Jorge Semprún, La escritura o la vida. Para mí el mejor de los suyos –en realidad, solo uno, aunque lleno de tentáculos–, escobillón literario que nos ayuda a limpiar las telarañas polvorientas de nuestra historia colectiva.
En los pliegues de cada una de sus líneas se agazapa el torbellino de su memoria, vueltas y revueltas perfectamente ordenadas y dosificadas, baño en una escritura que empapa y no ahoga. Puesto que se propuso escudriñar su abismo personal y común, hubo de visitar muchas de las cuevas que encontró en su descenso. Unas veces, para devolverlo a la vida, otras para sepultarlo en la supervivencia de la muerte, porque el torturado nunca deja de serlo.
Rememoro aquel encuentro en el frío invierno de París y el momento en que, embebido en la atmósfera de sus palabras, sonrisa y bonhomía, cálidamente francesas, me despedí de Semprún. Al dejarle, comencé a degustar, sorbo a sorbo, la conversación y deambulé por la larguísima rue de l’Université donde habitaba el escritor.
En algún rincón de mis neuronas, deposité una de sus reflexiones. Según él, convencido de estarse paseando por los últimos tramos de su vida, «he perdido mis certezas, sí, pero he conservado mis ilusiones». (El texto completo de esta evocación fue publicado en mi Libros del paseante. París entre páginas, editorial Verbum, 2015).
Sobre Alfonso Guerra
Más memoria que es la guerra, como podría haber dicho Groucho Marx. En 1994, escribí una reseña sobre Federico Sánchez se despide de ustedes, editado por Tusquets Editores en 1993, libro de memorias en el que Jorge Semprún cuenta su irrupción, como novelista-elefante, en la trastienda del poder, su visión, sentado en el sillón de ministro de Cultura, del gobierno de Felipe González (1988-1991) y de los protagonistas políticos de aquellos años.
En esa galería de retratos, las páginas que más me atrajeron fueron las dedicadas al boceto de Alfonso Guerra, vicepresidente del citado Gobierno. De esa reseña, extraigo el siguiente párrafo en el que trataba de explicar las razones de mi entusiasmo lector que, hoy, a la vista del desguace cognitivo del señor Guerra y de su machismo antediluviano, acentúan la clarividencia del añorado Semprún, un novelista y un ser humano excelentes de cuyo nacimiento hace un siglo:
«No tanto por la persona en sí que, posiblemente, se escurriría de mis preocupaciones, sino por el personaje, ocupante dominador, arquetipo de las entrañas del poder, de cualquier poder. Creer, en efecto, que solo en el ejercicio de la común política arraigan los muñidores, es olvidar peligrosamente la parte sombría del hombre, el inevitable huevo que se desarrolla a partir de toda célula dominante. Como gobernante, Alfonso Guerra es trasunto fiel del sempiterno ser humano que llega a ser jefe por votación y que acaba creyendo, ante la falta de resistencia de los demás, que lo es por esencia. Me resulta delito de lesa traición democrática la actitud del dirigente electo que, propulsado por la aclamación o por el temor, llega hasta olvidar, por no decir que desdeñar, la limpidez de las urnas. De ahí a creer que uno es vicario de la verdad no hay más que el exiguo espacio democrático -encogido hasta límites perniciosos en el seno de los partidos- que a diario es necesario regar y abonar con la confrontación dialéctica: «No quería discutir. Quería meter miedo» (p. 132), nos recuerda el novelista. No es extraño que, al respecto, a Semprún -alertado y escaldado por su experiencia de militante en el Partido Comunista de España- le ponga los pelos históricos de punta el comprobar que el discurso ideológico de Guerra «trazaba siempre líneas de demarcación entre ‘nosotros’ y los demás» (p. 78). Detrás de ese nosotros mayestático, aunque populista, se esconde, me temo, el yo estruendoso de quien encarna el poder (…) Creo que se trata, en el fondo, de un ajuste de cuentas con esa forma de forjar el poder, la guerra de Semprún contra Guerra, belicosidad que refleja la que, desde su aposento en La Moncloa, ha practicado en el seno del PSOE la centrifugadora teoría de que el militante solo vale lo que vale en el partido, esterilizadora fórmula que a muchos ha enfangado en la parálisis que provoca el miedo y a otros ha ido despejando al córner de la impotencia y el silencio. Por lo demás, nada nuevo, lo de siempre cuando no se ventilan los habitáculos del poder». (La Gaceta de Canarias, 16-I-1994).
- Antonio Álvarez de la Rosa es catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…
Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.
Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía. - Artículo difundido por José Antonio Sierra