Vigésimo sexto día del undécimo mes del año dos mil veintitrés. El otoño no acaba de llegar y se le está acabando el tiempo. A estas alturas no debería ser normal pasear por un pueblo y encontrarse a unos jóvenes en un patio de una casa rural preparando una barbacoa con el torso descubierto.
A estas altura del mes no debería ser normal ver un patio sembrado de margaritas florecidas con todo su esplendor.
Pero así está siendo este otoño, tan cálido que durante el día puedes pasear en mangas de camisa con un jersey o cazadora ligera por si pasa alguna nube.
En cualquier caso hemos cumplido con la tradición y nos hemos ido al campo, a pasear por los límites norteños de la sierra pobre de Madrid, que de pobre no tiene nada, es uno de los lugares más bellos de esta comunidad. Está zona está enclavada en la subcomarca del Valle medio del Lozoya.
Su principal motor económico en la actualidad es el turismo, quedando la ganadería y las explotaciones ganaderas en un segundo lugar. Madrid tiene el lujo de estar rodeada de sierras y vegas a poco más de una hora de distancia las zonas más lejanas, y hacer escapadas entre semana o durante los fines de semana permite disfrutar de la naturaleza en entornos razonablemente bien cuidados y extremadamente hermosos.
El otoño es un momento ideal para pasear por sus senderos, atravesar sus bosques y arroyos, subir un poco por sus laderas y contemplar el paisaje, que allá donde mires nunca defrauda.
Sales de Madrid a velocidad del rayo por la autovía del Norte, y sin apenas ser consciente, el tiempo se detiene, y te conviertes en un paseante que sintoniza con la marcha tranquila del transcurrir del arroyo, o del paso de las vacas a tu lado. Escuchas el canto de los pájaros en sus idas y venidas. Llenas los pulmones de aire fresco y te reconcilias con el mundo que abandonaste hace tanto tiempo.
El tiempo, este maldito tiempo, te permite tomar una cerveza con quienes te acompañan en una terraza del bar del pueblo mientras tu vista se pierde por el sendero que sube a la colina cercana hasta que se pierde por el bosque.
Hay detractores de las escuelas de hostelería, yo sin embargo las defiendo. Creo que han elevado el nivel gastronómico de este país a cotas completamente desconocidas. Es cierto que en algunos casos la tontería puede ocultar lo esencial, una buena comida. Pero en general han conseguido transmitir a sus alumnos, hombres y mujeres, unos conocimientos y una técnica que combinados con los platos y tradiciones culinarias de las zonas donde luego desarrollarán su labor profesional harán que resulta un regalo visitar esos restaurantes dispersados por toda la geografía de España.
En esta zona, la Escuela de Hostelería de Madarcos es un claro ejemplo de buen hacer y un lugar magnífico para disfrutar de los exquisitos platos otoñales que preparan profesores y alumnos.