Siempre he dicho que la gama de impropiedades lingüísticas es amplísima, y existen algunas que pareciera no tener solución; pero también he dicho que existen muchas que pudieran disiparse si se les prestara la debida atención, lo que implica que las personas, independientemente de su ocupación habitual, valoren la importancia de escribir bien y hablar de mejor manera. Para llegar a ese nivel, solo basta con aplicar las enseñanzas de la educación primaria, de la secundaria y de la universitaria.
En reiteradas ocasiones, y quizás con cierta ironía, pero sin mala intención, he dicho que para hablar y escribir medianamente aceptable no es necesario ser miembro de la Real Academia Española. Ese criterio me ha valido la etiqueta de «antiacademisista», lo cual no es cierto. Difiero de algunas decisiones relativamente nuevas, que la docta institución ha tomado en cuanto a la incorporación de palabras y a la definición de esas.
Mantengo mi posición en cuanto a que la RAE no es un tribunal para admitir o rechazar el uso de cierta y determinada palabra, pues su función, en ese caso, es meramente de registro. Hay modismos que a lo mejor nunca entrarán al registro lexical; pero eso no implica que no puedan usarse, por la razón que les esgrimí en los primeros renglones de este párrafo.
Es frecuente oír al común de las personas decir que «la Real Academia Española aceptó un grupo de palabras que ya podrán utilizarse normalmente». Sería interesante saber qué significa para esas personas, en ese ámbito, «utilizar normalmente».
Seguro se imaginan que los catedráticos de la RAE y los de las academias correspondientes de esta, se reúnen en un salón parecido al utilizado para elegir al papa, y que al término de la jornada de invención, un catedrático escogido por consenso, le anuncia al mundo hispano: «Habemus palabras». Ignoran que el verdadero inventor de palabras es el pueblo hablante, que las crea por necesidad expresiva.
Lo lamentable es que quienes se expresan de esa manera, son personas con un nivel de preparación suficiente como para saber que esa no es la función de esa prestigiosa institución, cuya esencia es limpiar, fijar y dar esplendor a la palabra, con base en el eslogan que la define.
Paralela a la resistencia en impropiedades lingüísticas, cada día hay más creciente interés de muchas personas por deshacerse de los vicios y situaciones que ajan y envilecen la escritura y la expresión oral. Es por eso que de manera muy frecuente aparecen en las redes sociales contenidos con aportes para que los interesados puedan disipar sus dudas y adquirir soltura en eso de escribir bien y hablar de mejor manera. Ese deberá ser el objetivo de todo aquel que escriba con la finalidad de ser entendido.
Y así como muchos saben que antes de «p» y «b» se escribe «m» y jamás se les olvidará, también deberían preocuparse por adquirir destreza para distinguir las palabras por la índole de la entonación y por usar bien los signos de puntuación. De esa forma no habría tantas situaciones viciadas. Eso es elemental, y es lo que permite iniciar el buen camino hacia la obtención de una escritura y una expresión oral entendible y agradable. Lo demás llegaría por añadidura.
Con razón o sin ella me han criticado por el hecho de que de manera muy frecuente aludo a periodistas y educadores, y que supuestamente, en más de una ocasión me he ensañado contra ellos. Eso tampoco es cierto, dado que mi intención es hacerles entender que, por el rol que desempeñan ante la sociedad, están obligados moral y legalmente a ser ejemplos del buen decir. Admito que a veces he sido un tanto duro en el cuestionamiento; pero la intención, por muy subida de tono que pudiera estar, es sana.
Algunas personas se han escandalizado porque he dicho de manera pública y privada, que un comunicador social o un docente, no debería tener errores en la escritura ni en la expresión oral, pues de lo contrario sería interesante saber cómo hizo para obtener el título, aunque eso último no es difícil saberlo.
Mientras no valoren la importancia de su profesión, no dejarán de existir los periodistas y educadores que no sabrán distinguir entre este y esté; seguirán utilizando palabras con significado diferente del que registran los diccionarios, y continuarán incurriendo en impropiedades elementales. Es por eso que, se los aseguro, la cosa no es tan difícil.