Mi amigo egipcio, el terrorista,

Laura Fernández Palomo

La última vez que coincidimos en El Cairo se protegía en el murmullo para detallarme las hazañas con las que escapaba de la persecución policial. “Cuando hacen redadas, me llaman mis compañeros de la hermandad y duermo fuera de casa”. El susurro evitó que los clientes y uniformados camareros del, antaño distinguido, café Groppi de la plazuela de Talaat Harb, supieran de su pertenencia a los Hermanos Musulmanes. Por aquel entonces llevaba meses viviendo como clandestino, sin saber que semanas más tarde, en diciembre, lo haría como “terrorista”: la nueva identidad que el Gobierno, llegado tras el golpe de Estado militar de julio de 2013, le había asignado.

Lo conocí primero como ciudadano, ansioso de participar en el futuro de su país, y después como “terrorista”, excluido de la posibilidad de hacerlo; aunque lo cierto es que para mí Mohamed ha seguido siendo Mohamed: joven calmo y camarada por los desvaríos políticos egipcios, con el que compartí muchas horas en Tahrir y pocos acuerdos en nuestros antagónicos debates. Integré nuestras discrepancias el mismo día en me dijo que una mujer no podía ocupar la presidencia de Egipto. Así lo dicta el ideario de la hermandad y así, por tanto, debía defenderlo Mohamed. Él sabía que me disgustaban esos dictámenes y le reclamaba que me explicara de qué manera se podría construir entonces ese sistema justo e igualitario que exigían. Recibía mis réplicas, las rumiaba y en vez de responder – como luego se convirtiera en una rutina de nuestros encuentros – planeaba una travesía con terceros, con los que construir su argumentario. Así que al día siguiente, me concertó una entrevista con Mahmoud Ghozlan, portavoz de los Hermanos Musulmanes que debía iluminarme mejor: “El Islam es compatible con la democracia, menos en una cosa: Dios está por encima de la gente”, resumió. Me quedó claro. Nuestras posiciones serían irreconciliables, pero cierta estima ya se había acomodado lo suficiente como para unirnos en cada cita electoral por las calles de El Cairo.

En su último contacto de hace unos días aprovechó la comunicación para advertirme que en mi próxima visita a Egipto, debía asistir a una comida familiar y por fin conocer a su hija nacida poco después de la revolución del 25 de enero de 2011. Sugestionada por las recientes detenciones de periodistas por colaborar con los Hermanos Musulmanes y emitir información falsa – es decir, que los hechos de julio de 2013 fueron un “golpe de Estado” -, titubeé antes de responder como persona o como periodista en el caso de que la invitación coincidiera con una de las redadas y tuviera que identificarme.

Las dudas sobre la nueva identidad de mi amigo no son propias de una extranjera. Taha, otro de mis camaradas de esta transición, egipcio secular criado en Tahrir, vivió el mismo desconcierto cuando un cercano amigo – “al que más admiro”, balbuceó – se había convertido en un peligroso sospechoso para el resto de la sociedad. “¿Debo dejar de quedar con él? Es buena persona”, buscaba mi aprobación.

Para quienes hablamos de democracia, desde la más inclusiva de las definiciones que envuelve la laicidad, no es fácil reconocer el islam político, como no es fácil aceptar vínculos entre confesión y Estado, tampoco la de los partidos demócratas cristianos de Occidente. Sin embargo, como corriente ideológica tiene la suficiente base social en los países árabes, como para formar parte del debate social y político e incluso de sus instituciones, como ocurre en Marruecos, Jordania o Túnez, y ocurrió en Egipto hasta la destitución de Mohamed Morsi. Porque, aun asumiendo que en su seno se enfrentan corriente aperturistas y peligrosamente tradicionales, los Hermanos Musulmanes no son más que un corriente islamista, eso sí, la más organizada del mundo árabe y, por la lógica de la masa que arrastra, no la más radical por mucho que no compartamos su ideario. Solo cuando crece como oposición, amenazante para el gobierno nacional o el resto de intereses regionales, hacen que sea temible. Y en este contexto es donde Egipto ilegaliza a la Hermandad y condena a pena de muerte a 600 miembros de la organización, mientras grupos yihadistas reivindican la autoría de los atentados que golpean el país. La fisura de la trampa se agranda cuando a este movimiento le siguen Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí – el más radical de los estados confesionales de todo el mundo árabe: el wahabismo – declarando a los Hermanos Musulmanes de Egipto terroristas.

De lo que se trata es de seguir aplicando una vieja estrategia de contención de las dictaduras árabes: noquear a la oposición bajo esta nueva identidad que permite utilizar todo el aparato represivo en nombre de la seguridad sin tener que dar explicaciones. Lo hizo Muamar Gadafi en Libia y Bachir Al Assad en Siria con las protestas de 2011, y ahora el Gobierno militar en Egipto, ante el silencio del resto del mundo que entiende que un Gobierno debe aplicar mano dura sobre el manoseado “terrorismo”. Un uso excesivo del término que ha permitido incluir a los ateos en la misma orden ministerial por la que Arabia Saudí equiparaba a los Hermanos Musulmanes de Egipto con Al-Qaeda.

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