Las crisis, nos decimos, son oportunidades. Lo que no nos repetimos mucho es que son ocasiones forzadas por unas circunstancias que nos pueden desbordar más o menos. A veces, lo hacen. Lo ideal es que no nos superen, que no nos hagan daño, que no ocasionen heridas de difícil curación. Como decimos, por imprevisibles, en su momento, en su eventual fortaleza, en su expansión, en sus protagonistas, en sus resultados, etc., no podemos anticipar todas las medidas que habría que tomar, aunque sería lo deseable.
Lo que sí podemos tener preparado ante cada crisis es la opción de comunicar más y mejor. No debe sonar, esto que decimos, a tópico. La comunicación solventa todo, sí, antes o después, y nos hace más compactos y con más capacidad de maniobra o de respuesta. No seamos conformistas, y procuremos, siempre que sea posible, afrontar las circunstancias adversas con diálogo, con consenso, con la búsqueda de la verdad, la de todos, a través de la palabra. Ésta, recordemos, nos hace libres.
Las crisis nos introducen en el escenario imperfecto para hablar de lo que nos ocupa y preocupa. Nos permiten no dejar para mañana lo que necesariamente tenemos que hacer hoy. Las coyunturas más o menos complejas nos movilizan. Como no admiten demoras, nos tenemos que poner en marcha irremediablemente, lo cual es bueno, pues ese dinamismo nos mantiene vivos y nos regala una experiencia que, a todas luces, precisamos en cada etapa existencial.
Hay respuestas esperando cada día. Las áreas en las que nos ponemos a trabajar cotidianamente nos insisten en actitudes de sostenimientos periódicos de los cuales hemos de salir con el afán de superación. Es claro que necesitamos predicar y practicar cada jornada con el fin de que, cuando llegan las crisis, haya un cierto hábito de comunicar. La costumbre nos invita a prepararnos para inyectarnos fuerzas cuando llegan las noches y los fríos inviernos. Las vicisitudes contribuyen a prepararnos, como no debe ser de otra manera, ante las adversidades que, inevitablemente, aparecen antes o después.
Concentremos, pues, esfuerzos que repongan el interés y que nos mantengan en los objetivos individuales y colectivos que han de aliviar soledades y procurar que los incentivos nos conserven la juventud y las inocencias necesarias para la evolución permanente en la que nos hemos de insertar cada amanecer. No sustituyamos por hielo lo que ha de ser templado candor en el teatro de la vida. No seamos escasos, no si depende de nosotros. Si buscamos, hallaremos. La comunicación constituye el todo con el que podemos asegurar esas soluciones que han de surgir por un camino que hemos de salpicar de incentivos y de atractivos.
No tengamos cuidado en equivocarnos, sino más bien pongamos todo el interés en disfrutar de una buena panorámica de montañas y mares con aires renovados y frescos. Intentemos la proximidad, pues, con ella, los problemas parecen menos. No demos tampoco vueltas inútiles. Hemos de estar atentos y ser cuidadosos y respetuosos en los vocablos. Por otro lado, tampoco ignoremos los errores, que hemos de solventar en cuanto podamos.
Reconozcamos las limitaciones y tomemos el barco ilusionante de la conversación en sus grados alto, medio y más bajo. Siempre hallaremos cosechas en esa conexión que es la base para prosperar en lo material, y, sobre todo, en lo espiritual. Ante la crisis, no demos tregua y tratemos de contar y de narrar lo que pasa, cómo pasa, por qué, y persigamos, en paralelo, el sacar resúmenes y conclusiones con el anhelo de salir de aquellas situaciones que, seguramente también, nos hacen más humanos. Si no hubiera crisis, seríamos perfectos, y cada vez creo menos en las “cuadraturas de los círculos”.
La comunicación, aunque sea un valor añadido…. En fin…