El amor más grande

Creo que no hay un amor que supere al que se puede sentir por un hijo o una hija. Adelanta a cualquier sentimiento. Surge de la pura antropología de cada cual. Es como quererse uno a sí mismo, pero más, mucho más, pues sabemos que en ese cariño hay transcendencia. Es increíble. Uno no puede suponer lo que ama hasta que tiene a un niño en sus manos del que tiene que cuidar hasta el fin de los tiempos. Lo cuidará seguramente incluso cuando no esté en esta dimensión.

La naturaleza es sabia, y no muestra ese sentimiento hasta que lo ejerces, hasta que no sobreviene la ocasión, pues, si nos lo proporcionara con una cierta ventaja, seguramente renunciaríamos a muchas cosas para dar, mucho antes, con ese itinerario fascinante que es la paternidad. Es una obligación, sí, lo que supone e implica el ser padres, pero también es un gozo en el que las luces superan a las agonías o dolores que se puedan sufrir.

Un valor añadido del amor al hijo es que uno acaba por extenderlo a todos los niños y niñas del mundo. Empatiza con la infancia, con sus aportaciones, con sus miedos, con sus expectativas, con sus independencias y anhelos, con esa felicidad que es fruto de  un futuro en el que todo está por escribir. La fiesta de esa etapa nos alcanza y nos hace ser un poco “criaturicas”, redescubriendo lo que nunca se fue de nuestros corazones y mentes.

El amor a estos ciudadanos que tienen todo el universo por delante se convierte en la espina dorsal de nuestras actividades cotidianas. Uno evoluciona cada jornada desde lo más nimio a lo más importante pensando en que, si tienen sentido las diversas actividades realizadas, es porque detrás de nosotros, en paralelo a lo que desarrollamos, existen esos pequeños y pequeñas que nos endulzan hasta los peores momentos. Los infantes nos dan justificación y hasta explicación respecto de lo que llevamos a cabo.

Nos acercamos a las esencias, a los valores, a las emociones, a los pasatiempos, a los cimientos relativos, a lo que tiene relieve y a lo que no, gracias a las enseñanzas que nuestros pequeños nos regalan, elevándonos, como consecuencia de ello, por mares, lagos y territorios en los que el aprendizaje es constante y entretenido.

Los niños compaginan todo de una manera extraordinaria. Son lo que son: no se esconden. Muestran la naturalidad que, luego, en otros estadios, echamos de menos. No son fatalistas. Creen en lo que les contamos, y, sobre todo, confían en quienes les rodean. Nos brindan fantasías, ilusiones, disposiciones, estimaciones, posibilidades, fundamentos de vida… Tenerlos cerca es recordar aquello que nunca quisimos dejar, y que, sin embargo, sin que sepamos el porqué, se nos fue a alguna parte.

Un regalo

Hay muchos amores, seguro. Todos son un regalo, un don. Es posible que, en su unión sin defectos, esos cariños, cuando son auténticos, sean los exponentes de que la dicha existe. Siendo parte de ese todo, el amor a los hijos es una especie de alegría superior que, apareciendo igual, está por encima de muchos sentimientos. Tanto es así que supera los fatalismos y las determinaciones. Nos libera también de cuerdas invisibles que nos atan a cuestiones que no son tan cruciales como otros nos relatan. Lo básico para un niño es amar y ser amado, no sentirse solo, aunque lo esté, aprender, gozar, saciar deseos sencillos, no esperar ni pensar en el mañana, sino sólo en el presente. Un “menudo” no hace daño a sabiendas. Es un humano en estado puro, y, por lo tanto, son los bienes a preservar.

Además, los pequeños son los ejemplos de que el amor existe en el mundo, y, por ende, son la garantía de su salvación. Si algo nos hace pensar en que habrá un mañana, y otro, y otro, es la llegada de niños a este planeta que, si mínimamente conserva sus valores, es por los retoños, que ríen más que nadie, que nos aportan más contento, que nos recuerdan lo que tiene cimientos y lo que no, que nos envuelven con el manto de lo absoluto y de lo relativo…

Por todo ello, si hallamos niños que no estén así, hagamos todo lo posible para que el universo de la infancia no pierda sus constantes vitales. Las suyas son las nuestras. Sin ellas, sin ellos, no somos nada. Son el Amor Supremo. No lo olvidemos. Dejar a un lado su dicha es, sencillamente, fracasar.

Juan Tomás Frutos
Soy Doctor en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid, donde también me licencié en esta especialidad. Tengo el Doctorado en Pedagogía por la Universidad de Murcia. Poseo seis másteres sobre comunicación, Producción, Literatura, Pedagogía, Antropología y Publicidad. He sido Decano del Colegio de Periodistas de Murcia y Presidente de la Asociación de la Prensa de Murcia. Pertenezco a la Academia de Televisión. Imparto clases en la Universidad de Murcia, y colaboro con varias universidades hispanoamericanas. Dirijo el Grupo de Investigación, de calado universitario, "La Víctima en los Medios" (Presido su Foro Internacional). He escrito o colaborado en numerosos libros y pertenezco a la Asociación de Escritores Murcianos, AERMU, donde he sido Vicepresidente. Actualmente soy el Delegado Territorial de la Asociación de Usuarios de la Comunicación (AUC) en Murcia.

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