Hay momentos en los que parece como si volviéramos a nacer. Una especie de aire fresco nos inunda y nos abocamos a una flamante senda en la que la emoción y la experiencia parecen tan señeras como resplandecientes y atractivas.
Retornamos a una historia en la que todo parece tener explicación. Caen los velos que nos impedían observar y atravesamos las líneas inútiles del espacio-tiempo para desvelar el enigma de la naturaleza: la razón de vivir es ser felices, y todos tenemos, para alcanzar esa meta, entre una e infinitas oportunidades.
A veces sucede: oteamos de esa guisa, percibiendo ciertas razones, porque nos envuelve, casualmente, la sábana de un evento importante, que nos golpea y nos rompe de alguna manera. Sale así un ser renovado, el de siempre, pero más límpido.
Accedemos a otra dimensión, puede que la misma, subiendo un peldaño que suma en la escalera de la existencia.
Cabe igualmente que nos introduzcamos en una cautivadora perspectiva por pequeños acontecimientos, por sueños cumplidos o incumplidos, por “toques” que nos relacionan con las esencias en las que creímos años atrás.
La vida ha de verse como una celebración en diversos estadios: como mínimo debe haber, al menos de vez en cuando, música de la que nos gusta, unos buenos postres y magníficas conversaciones con los amigos más genuinos. Si no tenemos ciertos puntos de inflexión madurados, si no somos capaces de ser dichosos, si no nos alegramos en cada amanecer, si no otorgamos con valentía el beneficio de la duda propia y ajena, si no saltamos hacia los buenos ratos, si no los tenemos, algo sustancial falla, y, como se suele decir, “nos lo hemos de mirar”.
Por ende, debemos procurar, incluso haciendo el esfuerzo, que despertemos ante el alba que nos distingue y ayuda a continuar por la senda de la aventura, que, aunque mínima o pequeña, debe acontecer para favorecer destinos extraordinarios y determinantemente repetibles.
Comamos, en definitiva, la mejor fruta, como un homenaje por estar en el Planeta. No siempre se podrá, pero hagámoslo cuando poseamos recursos para ello. Nos hemos de reconocer amándonos en primer término, como aconsejaba San Agustín. Nada nos hace más felices como sentirnos dinámicos, y para tal circunstancia hemos de invertir tiempo y desarrollar deseos.
En la sencillez
Cambiemos las temperaturas extrañas y seamos en la sencillez. No vamos a dar en todo instante, cuando probemos, con las salidas hacia esa luz que nos enseña y permite palpar que en la naturaleza está el tacto, el gusto, la mirada, el olor y la escucha como bases para comprender los entusiasmos del entorno. Lo intuimos, pero hemos de corroborarlo.
La presión de las prisas y la gestada por lo material nos impiden analizar las caricias de lo humano. Sepamos con el ensayo permanente. No permanezcamos en cápsulas que no nos forman. El miedo a equivocarnos o a hacer el ridículo nos hace inapropiados. Preguntemos por lo que evoluciona en el entorno, y agudicemos el ingenio, que ha de entrenar para ser en la práctica cotidiana.
Entremos donde sea menester. Los pavores de antaño han de ser neutralizados. Brinquemos. El miedo al precipicio no está basado en lo real. No dejemos que nos pueda. Meditemos. Nos atamos de pies y manos ante condicionantes que, si les hacemos caso, nos quitan el tesoro mayor que poseemos: el entendimiento vital por y para recorrer los itinerarios que nos tocan abriendo las puertas más plausibles.
Hemos puesto demasiadas normas en nuestro deambular, y lo peor es que no cumplimos las cruciales. Seamos libres. Para ello, a partir de ya, toca despertar.