Ileana Alamilla[1]
En las últimas décadas la sociedad resentía la ausencia de justicia. Se decía que la cárcel era para los que “no tienen cómo pagar a un abogado” o que la serpiente pica los pies descalzos. Sin embargo, ser abogado o juez en el pasado era una distinción, un orgullo, se gozaba de estima y prestigio, el que se fue perdiendo gracias a quienes mancillaron el honor de la profesión.
Ser profesional es un privilegio en una sociedad desigual y excluyente como la nuestra. Los estudiosos aseguran que el profesional lleva a cabo labores de carácter público. Está a la vista para quienes requieran su servicio, realiza una función social reconocida, pública y reglamentada. Al momento de recibir su título jura o protesta comportarse bajo ciertos lineamientos éticos y morales bien determinados. Esta tradición contempla no solo su actuación profesional, sino al mismo tiempo su conducta en la vida privada.
El derecho es una ciencia, pretende la búsqueda de la justicia, aunque paradójicamente este principio no siempre coincide con la realidad; pero, como valor supremo, busca la armonía y la paz social.
Dice el jurista y académico mexicano Víctor Manuel Pérez Valera que existe un curioso parentesco lingüístico entre vocación (vocatio) y abogado (ad vocatus). El abogado es convocado, llamado cerca del que necesita apoyo y defensa. Su vocación es semejante a la del médico, humanística. Este ve por la salud del ser humano, aquel atiende a lo que los bienes materiales y espirituales del ser humano se disfruten con justicia.
La vocación al derecho incluye la asimilación de valores. Implica, en primer lugar, vocación de servicio, honestidad, decencia. La nobleza de la vocación jurídica puede mancillarse si se ejerce al margen de la ética profesional. Si en esta profesión se tienen la ciencia y la conciencia profesional presentes, de ambas surgirán las cualidades de los juristas, el valor y el entusiasmo para luchar con convicción por las causas justas, según otro connotado estudioso de la materia.
Por su parte, los jueces y magistrados tienen un enorme poder en la sociedad: el de juzgar los hechos que se someten a su jurisdicción. Algunos dicen que tienen un poder sobrehumano. Deciden si es o no verdad lo que se somete a su juicio, pueden cometer enormes injusticias y provocar daños mayores a la sociedad que el que comete algún delincuente, si no actúan con total apego a la ley, a la norma y, sobre todo, si no busca escudriñar para encontrar la justicia que ellos ponen a funcionar.
Por eso la sociedad tiene el derecho de reclamar que quienes tienen en sus manos la aplicación de justicia sean no solo conocedores de la ley, sino personas honorables e íntegras. Un reclamo reiterado en la actualidad.
En el crujir de la justicia que estamos viviendo en Guatemala ha salido a relucir la terrible realidad que muestra que cuando hay un hecho de afectación colectiva, usualmente un profesional del Derecho aparece en escena.
Los casos recientes revelados y perseguidos por el Ministerio Público y la Cicig son prueba de ello. Da mucha pena saber que corporaciones de abogados, bufetes o profesionales en lo individual están siendo señalados de actos reñidos con la ley y aunque es fundamental respetar la presunción de inocencia, el solo hecho de acusar a un abogado o a un juez, jueza o magistrado de estar vinculado con hechos ilegales o ilícitos, provoca una sensación de frustración.
Quienes están llamados a aplicar la justicia deben ser independientes en la aplicación de la ley. Eso debe respetarse, aunque en las actuales condiciones del país los juzgadores están permeados por un clamor de la población de que se condene a todos los que son encausados.
Pero tenemos que comprender que el estado de Derecho reclama ese respeto a la legalidad, aunque la indignación nos gane la razón.
- Ileana Alamilla, periodista guatemalteca, fallecida en enero de 2018.