Ileana Alamilla[1]
Estamos en el marco de la celebración del insólito despertar social del que fue testigo nuestra historia el año pasado y de la inimaginable captura de prácticamente toda la cúpula del agonizante Partido Patriota, pero no podemos celebrar más cambio que el que vino a impulsar el comisionado Iván Velásquez cuando decidió poner en práctica el mandato de la Cicig de investigar, combatir y perseguir a las estructuras criminales.
La decisión fue entrar con toda la fuerza a la permanente corrupción a la que estábamos casi acostumbrados que existiera en el Estado. Es falso argumentar que no se denunció. El sistema se había reproducido, reciclado y repetido una y otra vez, con algunos matices. Cada gobierno le imprimió su propio sello, pero en casi todos se incurrió en la práctica de convertir al Estado en un botín político y en una enorme arca para satisfacer los más sofisticados gustos y ambiciones de los políticos, empresarios y demás involucrados en el mismo.
Periodistas, columnistas, organizaciones sociales, centros de investigación y la ciudadanía lo señaló, lo cuestionó, lo condenó y no pasó nada. Cada depredador del Estado cargó con todo lo que pudo, hasta que estos últimos cayeron en las garras de la justicia.
Podemos preciarnos ante el mundo de ese logro y de algunos más, pero lo que no cambia es la permanente injusticia social que nos caracteriza. Algunos dicen que en los países desarrollados también hay desigualdad, lo que obvian es que pocos tienen los niveles de pobreza y pobreza extrema generalizada que a nosotros nos debería avergonzar. La combinación de pobreza generalizada y grosera desigualdad es dramática para cualquier país. Eso permanece afincado en la realidad sin que nos indignemos por el sufrimiento silencioso de millones de personas que no pueden sentirse satisfechas con los importantes logros de Cicig.
La lucha por depurar el sistema de justicia es forzosa, pero la voluntad sincera para combatir la injusticia social es indispensable. Los delincuentes y depredadores del Estado deben ser enjuiciados y castigados, pero los pobres y marginados deben ser dignificados. De eso pocos se acuerdan y el Estado no asume su responsabilidad constitucional de procurar el bien común.
El presidente Jimmy Morales, cristiano confeso, tiene allí una incomparable oportunidad de poner en práctica sus creencias. Son los sectores desposeídos a quienes el Estado debe privilegiar. Se ha mencionado la necesidad de alcanzar acuerdos nacionales para la resolución de la problemática estructural del país. Una plataforma para resolver las carestías gigantescas de las mayorías sería un buen principio, teniendo como necesario referente los acuerdos de paz.
La reivindicación de una vida digna no se ha extendido. La lucha contra la corrupción por sí misma no procura el desarrollo. Hay puntos de coincidencia en las propuestas de diversos sectores pero no logran concertar, lo cual abona a la polarización social.
Estas divisiones alcanzan a todos los sectores, cada uno defiende su feudo, se ha satanizado al movimiento sindical, que ha jugado un papel histórico en el país, gracias a la desnaturalización del derecho a la organización y a las legítimas reivindicaciones laborales y la perversión de los exagerados y repudiables beneficios negociados con líderes sindicales e irresponsables patronos del Estado.
Para salir de las garras del atraso y la miseria en que se debaten las mayorías se necesita valor y voluntad de quienes toman las decisiones. Hay diagnósticos y propuestas, el problema es que siempre prevalecen intereses que terminan boicoteándolas.
Sin atender los problemas de la población rural en su integralidad, seguiremos igual y viendo para otro lado, tal vez para las “ciudades intermedias” que ahora tanto se promueven, para no sentir remordimientos.
- Ileana Alamilla, periodista guatemalteca, fallecida en enero de 2018.