Ana Núñez[1]
Era casi verano. El sol brillaba en un cielo azul libre de nubes, pero corría una brisa suave y agradable que refrescaba la tierra a los pies del astro rey. La niña reía, corría y saltaba por el camino de tierra. Todos los fines de semana iban a la casa de campo de sus abuelos.
No era una casa magnífica, ni mucho menos. Solo tenía tres habitaciones. Dos de ellas eran dormitorios y la tercera servía de cocina, salón, comedor y sala de estar, todo a la vez; no había plato de ducha, se bañaban con una manguera o en un barreño pero, fuera como fuese, era feliz cada vez que venían.
Le gustaba jugar al aire libre, correr entre la hierba, perseguir mariposas y lagartijas, ir al corral y robarle los huevos a las gallinas, aunque a veces tuviera que pelearse con el gallo. Darle de comer a los conejos. Bajar a la ensenada y meter los pies en el río. Todo.
Los fines de semana en el campo eran lo mejor de su semana.
Giro una curva del camino y bajó a un pequeño cuadro de amapolas. Se tumbó entre las flores y miró el océano azul del cielo.
Cuando apenas llevaba cinco minutos ahí, comenzó a escuchar multitud de zumbidos. Se sobresaltó, pero siguió tumbada sin moverse. El abejorreo fue en aumento con la quietud de la tarde, tanto que sintió los insectos casi enredándosele en el cabello.
Dio un manotazo al mismo tiempo en que se levantaba y, al mirarse la palma, descubrió el cuerpo de una abeja entre sus dedos. Gritó, se le saltaron las lágrimas, lloró y salió corriendo entre hipidos de vuelta a la casa de campo.
Su madre, al verla llegar con la llantina, se apresuró a acercarse para preguntarle qué le había pasado.
—Había una abeja, mamá —dijo con el corazón en un puño—. Se me puso en el pelo, le di con la mano y la maté.
—¿Te ha picado? —preguntó su madre echándole un rápido vistazo por la cabeza y el cuello.
—¡No! —exclamó— ¡Pero me asustó! ¡Había muchas! ¡Odio las abejas!
Su madre la miró con una sonrisa tierna.
—Entonces no ha pasado nada. Vuelve a jugar.
—¡No quiero! ¡Odio las abejas! ¡Está todo lleno de abejas! ¡Deberían morirse todas!
Su madre posó los ojos en ella. Un extraño gesto asomaba a su rostro.
—¿No te importaría que todas las abejas murieran?
—No, solo sirven para molestar.
—Pero sin abejas, no tendrías miel
—¿Y qué? No me gusta la miel —contestó desafiante.
—Vale, cierto, no te gusta. —Su madre pensó durante un instante—. ¿Y las flores te gustan?
—¡Claro! Las flores son bonitas, pero siempre hay abejas que solo las quieren para ellas. ¡Son unas abusonas!
Su madre tomó una silla, la puso frente a ella y la hizo sentarse.
—Pues piensa que, sin esas abejas abusonas, muchas de las flores que te gustan tanto no existirían.
—¿Qué dices, mamá? —preguntó con una mueca.
—La vida, la naturaleza. Todo está relacionado, cariño —continuó su madre—. Esas abejas que tanto te disgustan, en sus pequeñas patitas, recogen el polen de las flores, que tanto te gustan. Van pasando de unas a otras, llevando ese polen, que hace que esa flor se convierta en un fruto y de ahí nazca otra nueva planta que produzca nuevas flores.
La niña la miró haciendo otra nueva mueca de disgusto.
—Pfff… Tampoco me gustan tanto las flores —dijo.
—Pero las cerezas te gustan mucho, ¿verdad?
—Sí… ¿Y qué pasa?
—Para que aparezca una cereza, una abeja, o cualquier otro bichito, tiene que visitar una flor del cerezo, o dos, o tres o tres mil, y entonces, con el polen, se producen los frutos.
La niña la miraba ahora con el entrecejo arrugado. Sin comprender, pero deseando hacerlo.
—Es muy probable que sin abejas, ningún otro animal o planta pudiera sobrevivir a largo plazo en la Tierra. Ellas son uno de los primeros escalones y, a partir de ahí, podemos construir la casa.
La niña bajó la mirada y su rostro se pintó de culpabilidad.
—He matado una.
Su madre sonrió y la abrazó.
—No te preocupes, fue un accidente. Te asustaste. —Le acarició el rostro con cariño—. A partir de ahora, no juzgarás a la ligera y respetarás la vida a tu alrededor. No desearás mal porque la naturaleza es sabia, más que nosotros, que solo somos una pequeña parte de ella. Todo lo que está, está por alguna razón.
—Sí, mamá.
La niña miró hacia la enramada del porche de la casa de sus abuelos. Las abejas, afanosas, aleteaban entre las vides. Sonrió. A partir de ahora las vería de otra manera, aunque esperaba que no le picaran nunca.
- Ana Núñez es licenciada en Biología. Amante de la literatura, escritora y cuentacuentos. Sus primeros cuentos los escribió con trece años. Sus obras van desde adaptaciones al comic (Caleórn, el Maldito; webcomic), pasando por antologías de relatos de misterio (Ecos de Sangre; Diversidad Literaria) y novela (Sombras en la Noche; Diversidad Literaria). Actualmente está trabajando en su segunda novela, aunque suele necesita abrir una hoja en blanco y dejarse llevar por la inspiración.
- Cuentos difundidos por José Antonio Sierra