Tenía por entonces un primer y tierno amor de pubertad en la tercera planta del viejo instituto Jovellanos de Gijón, la más modesta de las habilitadas para la docencia, ocupada en aquellos años por las chicas.
La clase de dibujo de Alejandro Mieres estaba en esa planta y había que subir por la ancha escalera e internarse por un largo pasillo que comunicaba las aulas de las alumnas, menos ventiladas y espaciosas que las nuestras.
Tengo de esas internadas un borroso recuerdo de sofoco y confusión, porque la separación de sexos era entonces dogma, y don Félix, nuestro jefe de estudios, solía advertirnos del peligro de las faldas en sus admoniciones, por detrás de aquellas gafas oscuras.
Las clases de dibujo de aquel joven profesor de lentes claros y palabra templada, que pocos años antes había ingresado en el centro, eran por eso mucho más atrayentes, aunque fuera tanta mi torpeza en el trazado de luces y sombras.
Hoy se nos ha ido a los noventa años don Alejandro, a quien algunos de mis amigos han tenido luego por amigo muy querido y admirado como persona y artista de una muy personal y admirable obra. Siento que con su ausencia se pone fin al capítulo de mis profesores de bachillerato fallecidos, y por eso quizá me apena más que ninguna otra.
Claro que en esto tiene también su incidencia la memoria de aquellos breves minutos de coexistencia pasajera y fugaz con el género prohibido, que tan dulces y confusos acaloramientos me provocaba.
Era profunda y luminosa el aula de don Alejandro, con algo de espaciosa buharda bohemia y parisina, en total contraste con el oscuro despacho de aquel clérigo hosco que nos palmoteaba repetidamente los carrillos por nuestros pecados al ritmo de sus palabras reprensivas.