El presidente más digno de la historia de esta España nuestra ha fallecido tras dejar de saber quién era cada uno de los que le rodeaban. Quizá en la contradicción en la que estamos anclados cada uno de nosotros, eso ha sido al final bueno para él.
La vida no le permitió ver lo que se cocía en la España digna que él dejó, y tampoco vivir con el sufrimiento de ver morir a su esposa y a su hija. Poco a poco dejó de saber qué fue de España, qué fue de sí mismo, de su grandeza como persona, como presidente, como ser humano. Adolfo Suárez dejó de reconocer a la gente que le mimaba pero ha muerto rodeado de amor. Ese que él tuvo al acomodarse a un papel que nunca ha sido suficientemente reconocido; el de ser presidente de una nación en transición a la que quería y a la que permitió dar a conocer la democracia en libertad.
Hoy, casi cuarenta años después, todos han marchado hacia Madrid en busca quizá de la dignidad perdida. ¡Qué cosas! La dignidad que nos ha sido arrebatada como si fuésemos despojos de un pollo listos para ser cocidos. No somos más que la sombra alargada de la tristeza que es lo que se palpa en un país que ya no tiene hombreras pero sí muchos teléfonos y muchas tabletas; otros conceptos de modernidad que nunca hubiésemos sospechado, pero los básicos, los que hacen que un ser humano sea digno, arrebatados, como si hubiera llegado a nuestras vidas un tsunami.
La herencia recibida con esfuerzo, tesón y lucha se ha convertido en manos llenas de odio, de repugnante corrupción y de un «sálvese quien pueda» que es en donde muchos subsisten. Aquí nadie sabe nada aunque todos saben todo, y aquellos que lucharon por la transición, no robaron. No les fue reconocido ni un segundo lo que tuvieron que hacer con una España que salía de una dictadura y la historia aún, no les ha dado todavía su merecido. No hay suficiente gratitud para concebir la lealtad de este hombre que juró ante el Rey y por España que todo su trabajo era en favor de la recién nacida democracia.
El gobierno del pueblo se ha convertido en el gobierno de los elegidos, de los poderosos, de los que amparándose en ser el “cuñao” amontonan dinero en cuentas en el extranjero. Esos son los políticos que tenemos por mucho que se empeñen en decirnos que existe la justicia. Aquí hay dos clases de personas, las que llegan por sus méritos y las que se suben al carro del hay quien de más. Se libran algunos pero no se hacen ver lo suficiente. La gente piensa lo que no tiene no lo que le cuentan unos y otros.
La dignidad empieza por uno mismo y Suárez fue el ejemplo de la integridad, la dignidad y el trabajo bien hecho. No hay palabras que llenen un folio ni que les haga ver a los que ahora han nacido en esta democracia que esos políticos existieron. Clase, formas y dignidad. Sobre todas las cosas dignidad. Su mérito fue vivir una transición y un golpe de estado que era la sinrazón; la misma a la que asistimos ahora aunque haya pasado mucho tiempo. Nadie sabía quién estaba junto a Suárez porque él se quedó solo. Miraba a Tejero, miraba a España y ahí queda para la historia la valentía de un hombre que supo gobernar. Repito, la dignidad de un hombre al frente de una nación sin norte.
Ha marchado media España a buscar a la otra media y esta vez todos a una a encontrar dignidad y también norte. Ese que han perdido por el camino porque les han sido arrebatados sus derechos. Hoy España envejece y la gente cada vez es más pobre, cada vez hay más desaliento entre jóvenes y las personas que midieron su vida entre un golpe de estado y una democracia no tienen rumbo fijo. Personas a las que se les ha arrebatado todo o parte de lo que alguna vez construyeron políticos como el que hoy se va marchan por la dignidad. «Pan, trabajo y techo» frente al lujo, despiporre y ostentación. Hemos perdido casi todo y hoy perdemos a un hombre al que España le debe tanto que ya es una realidad que los chicos de ahora constatan. Tenemos que rendirle un homenaje sin precedentes porque él actuó sin pensar nada más que en nosotros.
Es primavera y en la parte contradictoria de la vida todo florece mientras despedimos a un hombre grande. No sería justo que los que entonces eran niños no lo reconozcan hoy. La alegría de saber que lo tuvimos entre nosotros nos hace ver que personas gritarán por las calles que aún la dignidad debe sostenernos y quizá entre la muchedumbre, muchos de aquella generación piensen más de una vez en Adolfo Suárez. Él era la dignidad hecha persona. Y no abundan, precisamente personas como él.
Descanse en paz señor. ¡Es usted un grande y los grandes, siempre dejan huella en la historia!