Bernard Dupaigne[1]
Cuando el mundo entero tiene los ojos puestos sobre Afganistán y se pregunta acerca de las razones de la rápida victoria de los talibanes, se impone un repaso a la historia reciente, y también a la más antigua del país.
De hecho, no se podrían entender bien los recientes acontecimientos sin tener una visión de conjunto sobre la evolución del territorio en las últimas décadas. Una evolución que le ha llevado sucesivamente a acercarse a la URSS, ser invadido por ella, hundirse en una guerra civil, ser dominado una primera vez por los talibanes y después someterse durante veinte años a la intervención estadounidense que acaba de terminar…
La entrada en el mundo moderno
Afganistán, un país que no tiene salida al mar, disfrutó en el siglo diecinueve de ayuda británica. Después llegaron las atenciones soviéticas y, a continuación, las estadounidenses. Durante la guerra fría, las masivas ayudas exteriores dieron como resultado la aparición en Kabul de una casta de privilegiados, totalmente ajenos a la realidad de las provincias.
En los años 1960, soviéticos y estadounidenses rivalizaron en financiación para atraer a Afganistán a su zona de influencia, un juego en el que ganaron los soviéticos ofreciendo miles de becas de estudio a los jóvenes afganos. Ingenieros y oficiales cogieron gusto al vodka y a las rubias rusas, lo que les parecía el colmo de la modernidad. Muchos incluso se casaron allí y permanecieron después de 1980. Pero, sobre todo, los soviéticos proporcionaron armas al ejército afgano y ganaron a los oficiales para su causa. Fueron esos oficiales convencidos quienes montaron el golpe de estado de 1978.
Llegó la represión contra los religiosos y los propietarios de tierras, que acabaron en revueltas populares rápidamente controladas por partidos contrarios a los comunistas, cuyos responsables se instalaron en el vecino Pakistán.
Con la idea de debilitar a la URSS, los estadounidenses prestaron una ayuda considerable a esos partidos. Sus mandos locales, que hasta entonces se desplazaban en moto, se habituaron rápidamente a los todo terreno japoneses ofrecidos por Washington. Toda la ayuda de Estados Unidos transitaba por los generales paquistaníes y sus servicios secretos.
A pesar de las advertencias de los occidentales conocedores del terreno, los mejor financiados fueron los partidos más extremistas y más antiamericanos, empezando por el Hezb-e islami, «el partido del islam», que fue el mejor financiado. Esos partidos, tras la marcha de los soviéticos en 1989, molestos por haberse dejado sorprender por la conquista de Kabul, en 1992, por Ahmed Chah Massoud, bombardearon la capital durante mucho tiempo y la sometieron a un riguroso bloqueo.
En 2011, tras los atentados del 11 de septiembre, organizados por Osama Ben Laden desde Afganistán –donde fue acogido en 1979 a cambio de importantes ayudas económicas-, Estados Unidos no podía quedarse sin reaccionar. En principio, decidió no enviar hombres al país y apoyarse en los comandantes de la supuesta «Alianza del Norte», un grupo de oposición multiétnico con intereses divergentes. Se distribuyeron maletas llenas de dólares para incitar a los señores de la guerra a combatir.
Una difícil reconstrucción bajo la égida de Estados Unidos
Una vez los talibanes muertos o replegados en sus bases de Pakistán, a Estados Unidos –y a la comunidad internacional bajo la égida de Naciones Unidas- se les metió en la cabeza reconstruir el estado afgano, construyendo una nación mientras se defendían.
En 2004 se aprobó una Constitución a la americana, con un presidente (y no a la europea, con un presidente y un primer ministro), que en 2014 violaron los propios estadounidenses con la creación –no prevista e impuesta- del cargo de «jefe del ejecutivo» para contentar a Abdollah Abdollah, el candidato que perdió en las elecciones celebradas aquel año, un jefe tayiko que se presentaba como heredero del comandante Massoud, para hacer de contrapeso al presidente pastún Ashraf Ghani.
En un país ultraconservador, los occidentales han querido imponer su propia visión del mundo; algunas ONG feministas escandinavas proponían la paridad entre hombres y mujeres a todos los niveles, desde los consejos de representación hasta los aldeanos. Los diputados no tenían ningún poder, salvo el de acumular dinero lo más rápidamente posible.
Una disposición de la Constitución exigía su acuerdo en el nombramiento de los ministros quienes debían comprar el voto de los diputados y después, mediante una intensa corrupción, intentar recuperar el gasto. A veces, porque no se alcanzaba el compromiso, muchos ministerios importantes permanecían sin titular durante meses.
Ninguno de los servicios estatales funcionaba. Estados Unidos pagaba a los funcionarios y a los corruptos. En las carreteras se organizaban falsas emboscadas para que pagaran las sociedades aseguradoras, en manos de ministros o señores de la guerra. Cerca del ochenta por ciento del presupuesto del estado afgano procedía del exterior.
En ese marco de desilusión y corrupción generalizada, los talibanes recuperaron inmediatamente la fuerza en las zonas rurales instaurando una administración que, por dura que fuera, se veía como preferible al caos.
Qué quieren los talibanes?
Una vez anunciada la retirada de Estados Unidos, el avance de los talibanes ha sido fulgurante. A menudo, la paga de los soldados del gobierno de Kabul se la quedaban los oficiales, los equipamientos eran lamentables, los apoyos logísticos inexistentes. El ejército parecía ser muy numeroso, pero muchos regimientos solo existían en el papel, Estados Unidos pagaba tropas inexistentes.
Algunos notables del régimen afgano han comprado residencias en la nueva isla artificial creada en Dubai, a partir de un millón de dólares, y las han pagado cash, en líquido. Y todo a expensas de los contribuyentes estadounidenses.
¿Por qué los soldados afganos, mal pagados y abandonados, se han dejado matar para permitir que sus superiores sigan dándose la gran vida? En 1996 los talibanes de entonces también conquistaron las provincias sin encontrar resistencia. En aquel momento, la población se les unió en gran medida para recuperar el orden y la seguridad. Lo que ahora ha sorprendido es su rápido progreso, a partir de junio de 2021, en las provincias del norte del país pobladas mayoritariamente de uzbekos quienes, en principio opuestos a los talibanes pastunes de ahora, también han pensado que iban a recuperar la seguridad aliándose con los más fuertes.
Sorprende igualmente el número de combatientes talibanes que han sido capaces de tomar simultáneamente los puestos de aduanas, sinónimo de ingresos financieros, y las principales capitales provinciales. Su armamento parece inagotable: y es de modelo soviético, no estadounidense. Es cierto que se han hecho con botines de guerra en los puestos gubernamentales abandonados, pero también han tenido que recibir a la fuerza aportaciones externas. ¿De Pakistán, de Irán?
Ahora, con el probable fin de los ingresos estadounidenses, se va a encontrar sin empleo toda una parte de la sociedad de Kabul que se aprovechaba directa o indirectamente de ellos. Las mujeres, que habían ganado libertades en ese ambiente occidental, se van a encontrar constreñidas como hace cien años. Muchas mujeres de Kabul echan de menos los tiempos del rey Zaher Châh (1963-1973) cuando las ciudadanas se emancipaban, o el breve período comunista (1978-1979), cuando se predicaba la liberación de las mujeres y las milicianas paseaban con los cabellos al viento registrando a las campesinas veladas. Pero, finalmente, «las mujeres en casa» no es algo que disguste a los buenos falócratas aldeanos.
Los talibanes se dicen nacionalistas; quieren retomar el poder en su país y dirigirlo a su aire. En esto se diferencian de los extremistas de Daesh, que se pretenden internacionalistas. Para los talibanes se trata de dirigir la nación afgana; para Daesh es cosa de exportar a todas partes un régimen que llaman «islamista». Los dos movimientos son incompatibles; por otra parte, se han enfrentado en la conquista de territorios, donde los talibanes se han demostrado superiores.
Los talibanes han llegado para quedarse. Ninguna oposición está preparada para enfrentarles, tampoco ningún país extranjero. Solo queda esperar que sus maneras de actuar se ablanden con el tiempo y el ejercicio del poder…
- Bernard Dupaigne es etnólogo, profesor en el Museo Nacional de Historia Natural (Sorbona) y director emérito del Museo de Hombre (París). Este artículo se publicó originalmente en el digital francés The Conversation.
- Traducción de Mercedes Arancibia