Intensa mirada y labios rojos; esos de la mujer valiente, de la que dice aquí estoy, sálvese quien pueda; pero aquí no se salva ni la madre que lo parió. El cáncer le ha arrebatado la vida a Carmen Alborch. A ella y a tantas personas que no tendríamos hojas suficientes que contaran qué significa la lucha. Y la suya no fue esa. Eso estaba chupado.
Su historia comenzó cuando España salía de la marasma; de ese lugar en donde las mujeres estaban ninguneadas entre sartenes, mujeres brillantes que también habrán muerto ya, porque aquí no se libra nadie, pero ellas no pudieron hacer nada. Nada más o nada menos que cuidar de su familia y sacar a sus hijos adelante. Mujeres, pocas, esas afortunadas que se licenciaron y que pudieron pegar un puñetazo en la mesa, como ella.
Entonces Carmen hablaba de feminismo, de igualdad, que no es lo mismo que igual da, porque no da igual. Las siguen matando, las seguimos enterrando, siguen con las sartenes las que no se han podido liberar porque en su pueblo no está bien visto y hablamos cincuenta años después. Se ha ido una rosa que reivindicaba por amor propio lo único que nos queda, que no es otra cosa que nuestros derechos, y ella hablaba siempre de libertad, de ser mujeres libres. Valores y principios de una mujer singular que con melena y su sonrisa singular, sus labios bermellón francés, llegaba directamente al respetable. Realidades que fueron transformadas con su esfuerzo, entre las que destaco la protección de la mujer, hablaba ya entonces de violencia de género… En fin, ella puso los primeros tabiques y ella ahora, sin desmoronarse, deja un brillante legado y el respeto de todos los que la vieron intervenir.
Sus palabras nunca sonaron huecas, porque recuperar los derechos de la mujer, poco a poco, en esa España sin mimbres, no fue tarea fácil. Mujeres que hoy se tildan de empoderadas no serían nada sin este precedente u otros similares de las políticas de entonces; esas que no fueron «miembras», sino un equipo que trabajó codo con codo con los hombres de aquel lugar. El entramado del complejo patriarcado que les hacía doblegarse y aún hoy, siguen los coletazos de entonces. No eran techos de cristal, eran muros indestructibles, lugares en donde jamás existía el nombre de una mujer, y Carmen luchó por todas nosotras.
Escritora, defensora a ultranza de los derechos de las mujeres, fue ministra de Cultura del gobierno socialista en el ocaso de la era de Felipe González entre 1993 y 1996. Decana de la facultad de Derecho de Castellón, fue también profesora de derecho mercantil y directora del Instituto Valenciano de arte Moderno. Firme defensora de la cultura, impulsó el mecenazgo como fórmula para financiar la misma, y avanzó en la ampliación del Museo del Prado y del Reina Sofía.
En unas de sus últimas intervenciones comentaba que tenía presente a Virginia Wolff cuando afirmaba que la belleza del mundo tiene dos filos; unos nos harán reír y otros llorar, pero ambos nos parten el corazón. Serenamente aceptó su enfermedad y solamente decía «que tinguem sort» como cantaba Lluis Llach, (que tengamos suerte).
Adiós Carmen, muchas gracias por tu lucha, descansa en paz.