Arturo Tendero: Alguien queda

Sorprender usando pólvora y cohetes parece fácil. Más difícil parece hacerlo sin usar más elementos que las propias manos.

portada-alguien-queda Arturo Tendero: Alguien queda Arturo Tendero (Albacete, 1961) es uno de esos poetas que parecen no emplear ningún artificio para llevar al lector a la emoción. Evidentemente es una impresión falsa, porque la poesía satisfactoria siempre es un artificio. Otra cosa es que los engranajes queden perfectamente ocultos a la vista una vez dispuesto el entramado. En el caso de Tendero, es habitual que nos sitúe en una escena cotidiana y nos haga fluir por los versos hasta que, sin darnos cuenta, nos encontremos el anhelado pálpito, el discreto escalofrío que guardan las cosas sencillas de la vida.

En libros suyos anteriores, le acompañamos en la pérdida de la magia, el primer paso para ser adulto (La memoria del visionario); en el ingreso en la edad de las renuncias (Adelántate a toda despedida); en el canto a nuestras acciones más desapercibidas, las que nos marcan sin que lo sepamos (Cosas que apenas pasan). Los títulos funcionan en Tendero como la tonalidad que proponen los compositores para que se toquen sus sinfonías. En este último título Alguien Queda, nos muestra el modo en que nuestros muertos siguen viviendo la vida con nosotros, a través de nosotros, porque “cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre ya no está solo”, que dejó dicho César Vallejo.

La cita ayuda a encuadrar el título y nos sitúa en el tono propiciatorio. El sitio somos nosotros mismos, nuestro cuerpo, lo que decimos. A partir de ahí, sorprendemos a los aparecidos cuando aún no sabían que lo eran y comprendemos que nosotros, sin saberlo, estamos siendo los aparecidos del futuro: “Y sonríe a la cámara feliz / gente que se marchó sin despedirse. / Tú mismo un día”.

La contemplación de un atardecer, la escucha del viento en la ventana, una canción antigua, una caminata por el monte, hasta cruzar una calle, son fogonazos interiores si uno está predispuesto. Cada instante de la vida, por más insignificante que parezca, es único. Para que lo sepamos y también para que lo experimentemos, sirven poemas como Stand by, en el cual la luz roja de un reloj conecta al poeta con la madre que se lo regaló y que ya no está: “igual que un corazón palpitando sin cuerpo / como un faro que envía / señales de la vida a los barcos hundidos”.

El autor leyó poemas de este libro y de su anterior libro de relatos, La hora más peligrosa del día, en la Biblioteca de Castilla-La Mancha, Toledo.

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