Brasil está condenado a tener otro gobierno de baja legitimidad y una justicia cuestionada, ante la exclusión del candidato favorito a la presidencia, el exmandatario Luiz Inácio Lula da Silva, en las elecciones de octubre, escribe Mario Osava[1] (IPS) desde Río de Janeiro.
Manifestaciones en apoyo a Lula da Silva en Brasil, marzo de 2016«Sin Lula no vale. Me gustaría votar por él, quien mejoró nuestra vida, pero la Justicia impide lo que el pueblo quiere», lamentó Maria do Socorro Goveia, por teléfono desde el Asentamiento Acauã, en Aparecida, municipio del nororiental estado de Paraíba.
La campesina de 56 años que preside la Asociación de los Agricultores local rechaza la decisión del Tribunal Superior Electoral (TSE), que vetó la candidatura de Lula en la madrugada del 1 de septiembre, al final de una sesión de once horas.
De los siete jueces, solo uno, Edson Fachin, admitió a Lula «el derecho de ser candidato, aun estando preso», en acatamiento de un fallo preventivo del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, anunciado el 17 de agosto.
El expresidente (2003-2011) debe tener sus derechos políticos preservados hasta que se agoten todos los recursos en el proceso judicial que lo llevó a la cárcel, según el Comité, un órgano de dieciocho peritos independientes que monitorean el cumplimiento del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, ratificado por Brasil en 1992.
Pero se trata de una medida de un órgano «administrativo», no una sentencia judicial, por lo tanto no tiene efecto vinculante, arguyeron los seis jueces de la corte electoral. Además es provisional, adoptada por solo dos peritos y sin oír al gobierno brasileño, señaló Luis Roberto Barroso, relator del caso en el TSE.
Lula, a los 72 años, resulta inelegible según la Ley de la «Ficha Limpia», que él mismo sancionó en 2010 y que prohíbe la candidatura de condenados en segunda instancia, en procesos penales.
El expresidente y líder máximo del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) está preso desde abril en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, tras una condena por corrupción y lavado de dinero confirmada por un tribunal de apelación.
Pero para el PT y sus seguidores la condena y todo el proceso contra Lula son consecuencia de una «persecución política», incluso por parte de sectores judiciales.
«Lula es un preso político, por detrás de la Justicia están empresas y el agronegocio» que presionaron por su condena judicial para evitar su vuelta a la presidencia del país, sostuvo Goveia, reflejando una opinión generalizada en la región del Nordeste brasileño, donde el expresidente cuenta con apoyo masivo.
«Ya no se siente más hambre y miseria por acá después de su gobierno», justificó la activista de la reforma agraria para explicar la fidelidad de la población local a Lula, pese a su condena por corrupción.
Cinco meses de detención ampliaron, en lugar de reducir, la popularidad de líder del PT.
Según encuestas de agosto, Lula alcanzó entre 37 y 39 por ciento de las intenciones de voto a nivel nacional, el doble de quien aparece en segundo lugar, Jair Bolsonaro, excapitán del Ejército, de 63 años, candidato de extrema derecha que defiende la dictadura militar (1964-1985) e incluso a sus torturadores.
Esa preferencia refleja una división territorial. Más de mitad de los entrevistados manifestaron su apoyo mayoritario a Lula en los nueve estados del Nordeste, pero el respaldo cae a cerca de 25 por ciento en el Sur, región de mayoría conservadora.
En cualquier caso, esos votos del Nordeste probablemente asegurarán al previsible sustituto de Lula en los comicios, Fernando Haddad, hasta ahora oficialmente candidato a la vicepresidencia, pasar a la segunda vuelta.
El desafío del PT será transferirle el apoyo lulista, antes de los comicios del 7 de octubre.
Haddad, abogado de 55 años, fue ministro de Educación (2005-2012) y alcalde de São Paulo (2013-2016), pero no logró su reelección en los comicios municipales de 2016 en que el PT sufrió duras pérdidas, tras los escándalos de corrupción que involucraron a Lula y otros dirigentes del partido.
«Lula seguramente ganaría las elecciones, sin él todo es incógnita», evaluó Soraya Félix da Silva, 32 años, bióloga y profesora de escuelas públicas en Manaos, capital del estado de Amazonas.
«No votaría por él, debido a la corrupción y por ser contra las reelecciones, que impiden la renovación política», anticipó, pero reconociendo que su ausencia podrá «restar legitimidad al nuevo presidente que tendrá muchas dificultades para gobernar, al no tener fuerzas para recuperar la economía en crisis», comentó a IPS desde su ciudad.
«No tenemos informaciones suficientes. Lula tiene su culpa, pero queda la impresión de que maniobraron para impedir la candidatura de Lula, acelerando su condena y encarcelamiento, mientras otros acusados de corrupción están libres», acotó.
Francy Adames, secretaria empresarial de 26 años, tiene una opinión distinta. «No creo que deslegitima las elecciones» la impugnación de la candidatura de Lula por el TSE, afirmó a IPS desde Realeza, una pequeña ciudad del sureño estado de Paraná.
«Ya es una vergüenza que tengamos un expresidente preso, más vergonzoso seria tenerlo como candidato y peor aún su triunfo en las elecciones», opinó Adames, una electora de Bolsonaro, al considerar que «solo él tiene capacidad para restablecer el orden en Brasil».
«El país llegó a una situación que necesita una autoridad más rígida», dijo, refiriéndose principalmente a la seguridad pública. «Fui asaltada varias veces en Río de Janeiro, donde viví cinco años, dos veces a punta de pistola, incluso por un niño de ocho años», ejemplificó.
Contra esa violencia criminal, Adames defiende, tal como hace Bolsonaro, el derecho de todos a poseer armas: «Dicen que los pobres no podrán comprarlas, pero no queremos que todos tengan armas, sí que más gente las tenga para inhibir el bandido, por una mayor posibilidad de que la víctima esté armada», arguyó.
Adames no cree en cambio que las urnas electrónicas, usadas en Brasil desde 1996, favorezcan el fraude, tal como propalan los llamados «bolsonaristas», aupando el rumor de que el voto con máquinas no es seguro y pueden facilitar el fraude en contra de su candidato en las próximas elecciones.
Esa creencia también contribuye a debilitar a los ganadores y alimentar conflictos impulsados por los perdedores.
El 7 de octubre se elegirán presidente y vicepresidente, gobernadores de los 27 estados y parlamentares a nivel nacional y estadal. Tres semanas después habrá segunda vuelta para los jefes del Poder Ejecutivo donde ningún candidato obtenga la mayoría absoluta de los votos válidos.
La tendencia es que el candidato del PT, previsiblemente Haddad, y Bolsonaro pasen a la segunda vuelta presidencial, con probable triunfo del primero, ante el mayor rechazo al excapitán, por temor a sus manifestaciones a favor de la dictadura y el poder militar.
El candidato a vicepresidente en su fórmula es Hamilton Mourão, un general de Ejército retirado.
Ambos militares son postulados por partidos minúsculos, respectivamente el Partido Social Liberal (PSL) y el Partido Renovador Laborista Brasileño (PRTB), el primero con apenas ocho diputados en un total de 513 y el segundo sin representación alguna.
En cualquier caso, el nuevo presidente tomará posesión debilitado por un alto índice de rechazo.
En el caso de Haddad, será un «nuevo poste (marioneta) de Lula», según la expresión popular que también identificó a la expresidenta Dilma Rousseff (2011-2016), destituida por el Congreso legislativo en agosto de 2016.
Un gobierno con baja legitimidad, en medio de una divisora polarización política y una persistente crisis económica, iniciada en 2014, que obligará al próximo gobernante a medidas impopulares para contener el déficit fiscal, parece la receta para un nuevo desastre.
- Edición: Estrella Gutiérrez
- Publicado inicialmente en IPS Noticias