Pensaban que la prosperidad y el bienestar iban a convertirse en compañeros permanentes de camino, que la senda hacia el ansiado desarrollo económico estaría pavimentada con los miles de millones de euros procedentes de las arcas comunitarias, que el tránsito hacia la economía de mercado apenas supondría algún obstáculo menor, que sus deficientes estructuras sociales iban a experimentar rápidos y benéficos cambios, que el capitalismo – sí, llamémoslo por su nombre – era una especie de panacea universal.
En resumidas cuentas, que su pertenencia a la Unión Europea – tardía, pero ¡ay! cuán adecuada – les convertiría en miembros de pleno derecho del “club de los ricos” bruselenses. Atrás quedarían los complejos y la incertidumbre; para los nuevos conversos, los países de Europa Oriental, antiguos aliados de la URSS, el ingreso en la Europa comunitaria suponía una especie de “puesta de largo” con todos los honores. Y así fue, al menos durante los primeros años, antes de descubrir la otra cara de la “señora Europa”: burocracia, corrupción, ineficacia, racismo, xenofobia, populismo. Demasiadas sorpresas para los nuevos conversos, que soñaban con el bucólico paraíso terrenal…
De hecho, no resultó fácil aprender el lenguaje comunitario, interpretar el alambicado estilo de los documentos producidos por los “eurócratas”, cambiar los hábitos, la forma de hablar y de pensar. ¿Ser europeos? Sí, pero… Algo huele a podrido en las escleróticas estructuras de la Unión. El auge de los movimientos de extrema derecha franceses, holandeses, austríacos, el contagio detectado en los países del Este, Hungría y Polonia, recuerdan extrañamente el convulso período interbélico de los años 30, que desembocó en la instauración de regímenes autoritarios. Lo que sucedió después en harto conocido. La guerra, la Segunda Guerra Mundial, fue el resultado lógico (¿es esta la palabra?) de la paranoia de los gobernantes.
Hace exactamente cien años, el ejército rumano se sumó a las huestes que combatían en la primera gran contienda mundial a grito de “viva la guerra”. Hoy en día, la guerra se libra en otras latitudes. Sin embargo, los soldados rumanos, polacos, checos o ucranios están presentes en los escenarios de múltiples conflictos bélicos ideados y/o fomentados por los verdaderos dueños de este mundo. ¿La contrapartida? La presencia de unidades norteamericanas, británicas y alemanas en los confines con Rusia. Aparentemente, para proteger a los aliados del franco oriental de la OTAN, a los nuevos conversos.
Coinciden las grandes maniobras de la Alianza Atlántica con la estrepitosa bofetada que se llevó la “señora Europa”: Brexit, la salida del Reino Unido de la UE. ¿Previsible? Sí, hasta cierto punto. Inglaterra jamás quiso renunciar a sus prerrogativas de antigua gran potencia colonial, la libra esterlina, las intrigas de la City, la relación privilegiada con Norteamérica, la influencia sobre la política de los antiguos miembros de la Commonwealth.
Si bien para los eurócratas de Bruselas Brexit es Brexit, un camino sin retorno acompañado por un enfado auténtico o fingido, para los Estados de Europa oriental ello implica una serie de amenazas reales. Actualmente, residen en el Reino Unido un millón y medio de ciudadanos comunitarios procedentes de Europa del Este: húngaros, letones, lituanos, polacos, búlgaros y rumanos. Las remesas enviadas por los polacos ascienden a 1200 millones de dólares anuales, lo que representa un porcentaje poco elevado para la economía del país. Más dramática es la situación de Letonia, que depende en mayor medida del dinero de los emigrantes.
La sustanciosa reducción de los fondos de desarrollo de la UE tras la retirada del Reino Unido supone otro peligro potencial para las economías de los Estados de Europa oriental, que tendrán que asumir, tarde o temprano, los costes de la retirada de Inglaterra.
Para contrarrestar la innegable hostilidad de las autoridades polacas y húngaras, partidarias del abandono de la Unión tras el portazo de Londres (el mal ejemplo cunde), la diplomacia británica lanzó recientemente una insincera “operación sonrisa”, tratando de persuadir a los nuevos conversos que la salida se efectuará de manera escalonada, sin perjudicar sobremanera los intereses de los países y ciudadanos de Europa oriental.
En resumidas cuentas, si Domina Anglia no duda en desempeñar su consuetudinario papel de Pérfida Albión, los nuevos conversos tampoco pecan de ingenuos. Son conscientes de que el paraíso terrenal ya no se halla en el Viejo Continente.